Caballeros 1

miércoles, 15 de abril de 2020

3º de ESO, semana del 14 al 27. Segunda jornada.

Lee el siguiente fragmento del libro de Manuel Jabois que tenemos en esta evaluación y realiza tres preguntas en torno a la voz narratorial.

                                          RECUERDA.
El narrador es un personaje creado por el autor que tiene la misión de contar la historia. Hay diferentes tipos de narrador según la información de que dispone para contar la historia y del punto de vista que adopta.
Tipos de narrador:
DE 3ª PERSONA
NARRADOR OMNISCIENTTE ( que todo lo sabe). El narrador omnisciente es aquel cuyo conocimiento de los hechos es total y absoluto. Sabe lo que piensan y sienten los personajes: sus sentimientos, sensaciones, intenciones, planes…

NARRADOR OBSERVADOR. Sólo cuenta lo que puede observar. El narrador muestra lo que ve, de modo parecido a como lo hace una cámara de cine.
DE 1 ª PERSONA
NARRADOR PROTAGONISTA. El narrador es también el protagonista de la historia (autobiografía real o ficticia).
NARRADOR PERSONAJE SECUNDARIO. El narrador es un testigo que ha asistido al desarrollo de los hechos.
DE 2 ª PERSONA
El narrador HABLA EN 2ª PERSONA. Crea el efecto de estar contándose la historia a sí mismo o a un yo desdoblado.

La primera vez que papá murió todos pensamos que estaba fingiendo. Todos éramos mi hermana Rebe y yo, que nos habíamos sentado en la cocina para comer tostas de pan y aceite con la radio puesta.
—Es un desayuno de mayores, no sé cuántas veces os lo tengo que decir —dijo mamá antes de salir de casa.
Pero nos gustaba. No nos hacía daño ni hacía daño a los demás, tampoco molestaba a nadie ni era incómodo, ni había que guardarlo en secreto, ni nos hacía llorar en la cama antes de dormir, ni nos ponía tristes toda la semana, ni nos dejábamos de hablar con alguien por hacerlo, así que tan de mayores no era.
Ese día empezábamos el colegio, podía decirse que había acabado definitivamente el verano. Mi hermana y yo nos cruzábamos de un lado a otro de la casa con los ojos como platos, en pleno estupor. La noche anterior al primer día, mientras daba vueltas en la cama intentando dormirme, oí a mi madre moviéndose por mi cuarto como los reyes magos. Al despertar encontré mi cartera llena de libros, los bolígrafos metidos en las cartucheras y la ropa encima de la silla, lavada y planchada.
—Cualquiera diría que tienes pensado aprobar alguna —dijo mi hermana.
Pero esos momentos, víspera del curso, eran los únicos en que mamá pensaba que yo podía llegar a ser algo de provecho. Estaba aún morena de la playa y muy ilusionada conmigo, y le hablaba a todo el mundo de mí y de lo que yo iba a hacer ese curso, de lo mucho que iba a estudiar y a esforzarme para recuperar el año que había perdido. Esa noche me ordenaba los rotuladores como si ya me estuviese ordenando los ahorros; la imaginaba haciéndolo mientras les pasaba las cuentas pendientes a sus amigas, que tenían todas hijos más guapos, más listos y más imbéciles que yo.
Mi madre, mi guapa y joven madre: tan llena de vida esa mañana, no como otros. Han pasado ya algunos años, pero tengo ese día frente a mí tan cerca que si estirase la mano podría introducirme dentro. Hacía todavía calor, amanecía temprano, la vecina hacía correr el cordel de la colada y por la ventana abierta del salón se oía el ruido del tráfico. Yo llevaba un pantalón corto y un polo granate; Rebe no llevaba medias.
Cuando acabamos de desayunar tiré la cuchara al fregadero desde la puerta de la cocina, como si fuera Magic Johnson, y Rebe y yo saltamos del susto porque se oyó un ruido enorme, como si en lugar de la cuchara hubiese tirado una lámpara. Hubo otro ruido más después de ése, y entonces supimos que se había caído algo muy pesado en la casa.
Fuimos corriendo hasta la puerta del cuarto de nuestros padres, ni un centímetro más.
—Hace el capullo —susurró mi hermana.
Papá estaba tirado boca arriba de una forma tan perfecta que parecía que le hubieran disparado una flecha. Uno de nosotros dos tenía que acercarse, pero ninguno quería hacerlo porque en el fondo teníamos miedo de que papá se levantase de golpe dándonos un susto de muerte. Yo empecé a sudar, creo que fue la primera vez que tuve sudores fríos. Volvería a sudar muchas veces, por razones importantes y por razones estúpidas, pero ésa no la olvidaré porque fue la primera vez que tuve miedo de verdad, la clase de miedo que una vez que se tiene ya nunca se va del todo.
Recuerdo las cortinas blancas que mamá había ido a comprar conmigo la primavera anterior, el olor a suavizante de las sábanas en la cama recién hecha y la alfombra verde estirada al lado del armario. La lámpara de la mesilla de noche rota en el suelo, el tapete colgado de la borla del cajón. Si papá no se estaba muriendo, debería.
—Vete tú, que eres la mayor —le dije a mi hermana.
—Por eso mismo vas a ir tú, mira por dónde —Rebe estaba temblando.
Papá no se movía. Yo sabía cuando un padre hace el capullo, pero no cuando un padre muere. Tampoco entendía el sentido que le encontraba papá a hacernos bromas pesadas todo el rato, como esconderse en un armario cuando estábamos durmiendo y salir pegando gritos. Si tienes dos hijos pequeños y eres un capullo perdido lo mínimo que puedes hacer es esperar un poco para demostrarlo, pero mi padre tenía muchísima prisa para todo.
Empecé a caminar despacio; sabía tan poco de la muerte que pensaba que lo único que podía hacerle a mi padre era despertarlo. Al llegar a él me senté sobre su pecho. Entonces le tapé la nariz, que era algo que le hacía Rebe al abuelo Matías cuando roncaba mucho. Un día mi abuelo se llevó tal susto que se despertó de golpe y la estampó contra el armario. «Esta niña es tan gilipollas como su padre», dijo. Pero no tenía razón; me pesa decirlo porque es familia, pero no tenía razón. Rebe nunca fue gilipollas, ni siquiera entonces.
—Está muerto —dijo.
Entonces caí en la cuenta de que yo llevaba un minuto tapándole la nariz a papá.
—¿Le puedo destapar la nariz?
—Sí, sí, ya está —dijo poniendo los ojos en blanco.
De repente el secreto de los dos se rompió. Había que hacer algo y hacer algo rápido. Rebe salió corriendo del piso, dejando junto a mí el olor a la colonia que se había puesto para ir a clase, de eso me acuerdo perfectamente porque Rebe siempre fue la hermana que mejor olía del mundo, y llamó a los vecinos de enfrente, que no estaban en casa, y subió al piso de arriba para seguir timbrando las puertas de todo el mundo.
Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo se podía tapar la nariz de alguien. Pensaba que hasta que ese alguien te tira contra el armario. Lo peor es que ya no podía saber con claridad qué prefería: que mi padre estuviese vivo cuando me senté encima de él, y por tanto tuviera aún probabilidades de estarlo pese a dejarlo sin respiración, o que ya estuviese muerto cuando llegamos al cuarto, con lo que yo no tendría ninguna responsabilidad Era todo un dilema.
Cuando apareció la ambulancia se tuvo que cortar el tráfico, y bajaron casi todos los vecinos a nuestra planta; mucha gente de la calle se paró en el portal. Los curiosos que esperan una camilla me parecen la peor clase de curiosos del mundo: deberían salir del edificio veinte camillas con los padres de cada uno de ellos.
A Rebe y a mí nadie nos contó nada. En el momento en que la ambulancia apagó las sirenas nos hicieron desaparecer de la escena ya no sé si por huérfanos o por sospechosos. Un señor que se presentó como Armando, y al que habíamos visto días antes porque era el nuevo vecino del segundo izquierda (y que también me parecía un poco capullo), apareció de la nada en nuestro salón y nos subió a su casa mientras «los sanitarios» se llevaban a papá. Armando decía «los sanitarios» y es casi lo que más recuerdo de ese día, porque siempre andamos por la vida acordándonos de chorradas.
Armando nos había metido en su piso a empujones con la cara que supongo que se le pone a un desconocido cuando se muere tu padre. No es una cara fácil: te importa y no te importa a la vez. No se lo reprocho; hay que estar ahí. Cuando te importan y no te importan las cosas se forma una congestión rarísima, una crispación que no es por el dolor ni por la tristeza por la muerte de nadie, sino porque los músculos se bloquean ante las órdenes contradictorias y terminan componiendo un gesto de horror que a veces desemboca en un ictus. Dios llevaba tiempo preparando esta carnicería.
—Os sentáis aquí y os esperáis un segundo.
Rebe y yo obedecimos. Nuestro primer acto oficial como huérfanos fue sentarnos en la cocina, donde toman decisiones los mayores. Lloramos un rato hasta que imagino que nos cansamos, esto no lo recuerdo bien. La verdad es que Rebe y yo no llorábamos mucho juntos. Normalmente si uno lloraba era porque el otro lo había hecho llorar. Luego nos fuimos encontrando con parejas de hermanos que tras pelearse lloran los dos, o que lloran mientras pelean, o que lloran por nervios; nosotros, no. Nosotros nos habíamos puesto a llorar porque suponíamos que papá estaba muerto, y aunque a mí y al abuelo nos parecía un poco capullo, la muerte de papá nos venía muy grande.
Armando intentó localizar a mamá sin suerte. Nosotros tampoco habíamos podido. Papá estaba muerto y lo único que quedaba por saber, básicamente, era si lo había matado yo. Por mi parte, tocaba pasar página. Se lo dije a Rebe con la mayor inocencia del mundo y casi me da un bofetón.
Armando nos hizo unos colacaos («pan con aceite no es desayuno de niños») mientras nos contaba que eran nuevos en el edificio. Cuando terminamos los colacaos saltó de la silla y dijo: «¡Voy a trabajar!». Y se fue de la cocina diciendo que podíamos andar por la casa tranquilamente, y entrar en los cuartos de sus hijos, que fue como nos enteramos de que Armando tenía hijos.
Armando no era un capullo, tampoco un mayor exactamente, pero era un tío rarísimo. Medio calvo, delgado, con tripita y pantalones de pijama. Tenía algo que me gustaba mucho: los dientes de arriba bastante más separados que los de abajo, lo que lo convertía casi en un dibujo animado. Cuando cerraba la boca podía esconder lo que fuese en el hueco del paladar. Trabajaba en casa, que era algo que yo no sabía que se podía hacer. Empezaba a la hora que quería, con la ropa que le apeteciese, y se tomaba las «pausas» que le daba la gana; de hecho, siempre que lo veíamos estaba «en una pausa». Meses después me enteré de que el secreto del trabajo de Armando era que no cobraba.
El piso de Armando estaba justo encima del nuestro. Era igual, pero supongo que decorado a la manera de Armando y su mujer, si la tenía, porque la verdad es que no nos dijo nada de entrar en su cuarto. Un recibidor, la cocina a la derecha, el salón a la izquierda y después un pasillo muy estrecho que llevaba a tres habitaciones y una salita. Yo me metí en un cuarto que tenía cama nido y una mesa con un Amstrad 464 de pantalla verde. La cajonera estaba llena de juegos: Shinobi, Gauntlet, Target: Renegade, Ghosts ’n Goblins. En un armario más había varias cajas con juegos de mesa: Cuatro por Cuatro, Quién es Quién, Hotel y Hundir la Flota. Y clicks de Playmobil: toda la habitación estaba llena de clicks de Playmobil, y casi todos además estaban de pie, algo que me daba un poco de apuro porque me hacía sentir Gulliver.
Me senté en la cama; recuerdo que tenía un colchón comodísimo, ni blando ni duro. Luego me puse tan aburrido que no sabía si echarme a llorar un rato. Intenté concentrarme para hacerlo y pensé en papá. Recé por él, recé muchos padrenuestros y muchos avemarías por que en realidad no estuviese muerto y, si lo estaba, que subiese al cielo y viese a algunos de sus amigos. Igual con ellos estaba tranquilo en el bar sin estar pendiente de mí, o sin estar pendiente de nadie. No sé por qué a veces pensaba que era un capullo. No lo era. Cuando yo pensaba que era un capullo era porque no entendía lo que hacía. Ahora creo que lo sé, o por lo menos tengo una teoría. De la misma manera que nunca iba a buscarme a los sitios, sino que me obligaba a caminar en su dirección mientras él lo hacía en la mía para así vernos en un punto intermedio, ahora creo que su forma de educarme era exigirme que llegase, desde los diez años que tenía entonces, hasta los quince que tengo ahora, una edad a la que él pudiese llegar desde los cuarenta. Quizá hoy me mataría de risa que me despertase a gritos entrando en la habitación en mitad de la noche. O quizá mi enfado tuviese mucha más gracia que la primera vez que lo hizo, cuando tenía siete años y me puse a llorar y a hacerme pis en la cama las semanas siguientes. No lo sé. Pero era un padre «con rollo», como decía mamá. Mamá se lo decía siempre cuando acababa las broncas: «Si no tuvieses rollo», le decía. Nada que ver con los padres de los niños de mi clase. Quizá a lo mejor Armando, en pijama toda la mañana haciendo pausas, sí tenía algo de rollo; Armando al menos prometía.
Pero mi padre era mejor. Un día cogió el radiocasete, lo puso encima de la mesa de la cocina mientras comíamos Rebe y yo y le dio a grabar. Entonces le preguntó a mi hermana:
—¿A quién quieres más, a mamá o a papá?
Mi hermana se hinchó como un globo para darle en las narices:
—¡A mamá mil veces! —mintió.
—¿Y a quién quieres más, a Míster Tamburino o a papá?
—¡A papá un millón de veces!
Después papá se fue a su habitación, allí editó la cinta y cuando llegó mamá del trabajo le dijo: «Mira qué conversación tan interesante tuve hoy con Rebe». Nos llamó a la cocina y allí le dio al play.
—¿A quién quieres más, a mamá o a papá?
—¡A papá un millón de veces!
Mi padre siempre había querido trabajar en un periódico. Una vez le pregunté de qué le gustaría trabajar y me respondió que de decirle a la gente lo que era verdad y lo que no. Casi me pongo a llorar y a hacerme pis en la cama los días siguientes.
Empecé a quedarme dormido en el piso de Armando mientras escuchaba los pasos de mi hermana de un lado a otro de la casa. Cuando me desperté tenía enfrente la cara de una niña; una cara blanca llena de pecas, los ojos verdes, pero no verdes como los de las actrices sino como los de los gatos, con muchas terminaciones de colores grisáceos. A mí no me gustó mucho el color de sus ojos. La niña me estaba moviendo el cuerpo como si yo fuese una barca. Entonces entendí que me había despertado ella.
En lo primero que pensé fue en que había perdido la clase del primer día. A mí me tocaba hacer otra vez quinto de EGB y Rebe empezaba octavo; yo había repetido un curso porque había nacido a finales de noviembre y notaba mucho la diferencia con los demás, según mamá. En cualquier caso a mí me costaba un montón estudiar y hacer los deberes, y empecé a pensar que a lo mejor se debía a que los deberes eran para niños nacidos en otros meses. El curso anterior, en el recreo, dos niños se habían metido conmigo por suspender varias en el segundo trimestre y Rebe, que nunca me quitaba ojo, fue allí a decirles que lo que pasaba es que era «superdotado». No sé dónde oí esa majadería, pero me hizo muchísima gracia, y a los que se metían conmigo aún más. También es verdad que si me hubiera quedado para siempre en quinto de EGB, teniendo en cuenta lo que pasó después, habría demostrado ser más listo que nadie en el mundo.
—¿Quién está en mi cama? —preguntó la niña por segunda vez.
—Yo, perdona.
—No, a ver. En mi cama, en la habitaci� ...

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