Sucedió que nos
peleamos y le arrojé a la cara cuantos reproches me vinieron a las mientes.
Estaba muy excitado y la batalla dialéctica se inclinaba a mi favor: María
Coral resollaba, tenía los ojos húmedos y los hombros alicaídos. Parecía un
boxeador en decadencia. Por último con la voz rota, me suplicó que me callara,
que no le hiciese más daño. Yo debía de tener nublado el cerebro, porque
arremetí con nuevos bríos. María Coral se levantó de su silla y abandonó el
saloncito. La seguí por los pasillos, entro en su habitación, cerró la puerta y
corrió el cerrojo. El diablo me dominaba: tomé carrerilla y cargué mi hombro
contra la puerta. Cedió la hoja, saltaron las astillas y se desprendieron los
goznes. María Coral estaba en pie, frente a la cama, dando evidentes muestras
de temor. La tome en mis brazos, la abracé y la besé. ¿Con ánimo de
humillarla? ¡Quién sabe!. Ella no se resistió, no hizo el menor movimiento,
como ausente o como muerta. Me arrodillé a sus pies y enlacé su cintura.
Entonces me rechazó de un rodillazo que dio conmigo en tierra. De un brinco me
incorporé de nuevo. María Coral se había tendido en la cama, con los brazos y
las piernas separados, los párpados sellados, la respiración agitada. Si yo
hubiera tenido un ápice de lucidez habría recogido velas y habría salido
quietamente de la alcoba, porque todas las bazas estaban en mi mano pero yo no
discurría con cordura.
La verdad sobre el caso Savolata.
La verdad sobre el caso Savolata.
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