El más despistado, ineficaz o intermitente de los poetas laterales conoce tan bien como el escritor célebre el efecto perturbador de la influencia, suele ser más que un simple gusto: el precursor introduce por los ojos del joven una poética que en adelante le impondrá la manera de combinar las palabras para producir determinados efectos. La influencia (al menos en la fase en que el poeta advenedizo consigue convencerse de que los demás no se dan cuenta) parece beneficiosa al arrendarle una escotilla del espíritu donde canalizar su esfuerzo, pero enseguida emerge un lado desagradable: el precursor es difícil de mover y ocupa tanto espacio que amenaza con no dejar salir al joven poeta del cubo de los autores prescindibles del que todos los escritores parten.
Un poeta que después de varios libros sigue a la sombra de su precursor es un poeta muerto, y si pese a todo insiste en seguir publicando es también un poeta al que se le ha atrofiado el sentido del ridículo. Un sentido bastante relajado entre nosotros si atendemos a la cantidad de escritores que se conforman en coser un poemario sentencioso, azucarado y resabido sobre el paso de los años y el extravío de la juventud a cambio de ganarse una celdilla en el hospicio, estrecho y húmedo, aunque caldeado y a resguardo de la hostilidad exterior, donde se amontonan los poetas ínfimos.
El atrevimiento de David Aceituno no se limita a escoger como modelos (y rivales si hay que hacerle caso a Bloom, y claro que hemos de hacerle caso a Bloom) a gente acerada como Ashbery, Olds, Carson o el propio Hughes, sino en la manera que desde el primer libro, en su primera aparición pública, justo cuando la mayoría de advenedizos suelen ensayar posturas para que se note menos que están muertos de miedo (cuando no corren a esconderse en los faldones del precursor), se envalentona a distorsionarlos lo suficiente para ensayar un camino propio, a la intemperie, bajo los fríos cielos donde las cosas de ponen serias y uno se arriesga a fracasar.
¿Temeridad?
Señalar la novedad es mucho más sencillo que acotarla con palabras esclarecedoras, pero antes de que el lector que empiece a hacerse sus propias preguntas señalaremos que en este libro se habla de la vida íntima cómo sólo puede rozarla el arte, pensándola con la imaginación. Que a veces no es sencillo separar la voz de la esposa de la voz de la amante. Que a veces se filtra algo parecido a la luz pero cabe desconfiar que sólo sean imitaciones. Que el miedo puede crecer como el desorden en una casa pequeña. Que algunas esposas prefieren al dolor como marido. Que este prólogo pasa demasiado de puntillas sobre la figura de Assia Wevill. Que la gente con labios finos codician poseer para destrozar y que una mandíbula puede ser un presagio. Que un tren puede detenerse en una vía como un augurio. Que existe una palabra para los que se quedaron sin padres pero es probable que no exista otra para los que se quedan sin hijos. Que los poemas felices suelen ser también poemas difíciles. Que aquí no hay perros royendo el cadáver de una madre porque Hughes y Plath van, página a página, desprendiéndose de Hughes y Plath, para convertirse en Sylvia y Ted, el detalle estilizadísimo de la ruina de un matrimonio, de cualquier pareja (brillante).
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