El libro de Barruel fue traducido al inglés en 1797-8 con el
título Memoirs of Ingolstadt. The History of Jacobinism, en cuatro volúmenes. Percy lee el libro en 1811, cuando
tiene19 años, y se entusiasma tanto con los fines reformistas de los Iluminados
que escribe al crítico y poeta Leigh Hunt, editor del Examiner, publicación que divulgaba las poesías de Shelley, para proponerle
la creación de una sociedad que reuniera a los miembros ilustrados y más
desprejuiciados de la comunidad, para luchar contra la coalición de los enemigos de
la libertad. Percy nunca perdió de vista ese deseo de crear su propia sociedad
de iluminados, como se desprende del hecho de que, al escapar de Inglaterra con
las jovencísimas Mary Godwin Wollstonecraft, su amante, y la hermanastra de
esta, Claire Clermont, no dudara en viajar al extranjero cargando con el tocho
de Barruel.
Del mismo modo que Weishaupt, Shelley aspiraba a crear el
hombre perfecto, libre de las ataduras del catolicismo y capaz de desarrollar
al completo las posibilidades de la ciencia. Pero, contradictoriamente, el
siempre curioso Percy también fue un mago en ciernes. Mientras estudiaba en
Eton, en donde ingresó en 1804 con solo 12 años, actuó como nigromante para
despertar a un fantasma mediante un encantamiento que incluía beber de una
calavera. Aunque el experimento fracasó, echando mano del típico ajuste de la
disonancia cognitiva Percy pensó que no había ejecutado con precisión todos los
pasos necesarios, antes que aceptar que se trataba de una superchería. Percy
sentía pasión por los libros de magia y hechicería. Entre sus autores
favoritos, como los de Victor Frankenstein, se encontraban Agrippa, Alberto
Magno y Paracelso. Sobre ellos escribiría una carta al filósofo radical William
Godwin, padre de Mary, cuya obra le entusiasmaba.
Como
Victor Frankenstein, cuando Percy ingresó en Oxford en 1810, también puso en
práctica su otra pasión, la ciencia experimental. Llenó su habitación de
crisoles, microscopios, una bomba de aire e incluso disponía de un laboratorio
portátil. Su interés por la química y la electricidad era a la vez física y
metafísica, y se había despertado en Eton gracias a unos carismáticos
profesores. En 1811, el mismo año en que se entusiasma con los Illuminati, durante
su corta temporada en Oxford que acabó en expulsión por publicar un panfleto
defendiendo la necesidad del ateísmo, Percy escribe una novela juvenil, St.
Irvyne, or the Rosacrucian. Se basaba en la sociedad filosófica secreta
fundada por el alemán Christian Rosenkreuz en la Baja Edad
Media. A su vez, esta sociedad se remontaba al saber esotérico del pasado más
remoto, que habría permanecido oculto al hombre común.
Una idea esencial para la orden
rosacruciana era la alquimia, que no debe entenderse literalmente como la
transmutación del metal en oro sino como la transformación espiritual del
hombre, de acuerdo con la ley de la correspondencia. La novela de Percy narra
la historia de un enigmático personaje, Ginotti, un poderoso alquimista capaz
de aparecer, desaparecer y cambiar de forma, que descubre la piedra filosofal y
posee el secreto de la vida eterna. Un párrafo en el capítulo III de esta obra,
cuando Ginotti evoca sus años de formación, recuerda poderosamente la novela
de Frankenstein, como podréis comprobar:
“From my
earliest youth, before it was quenched by complete satiation, curiosity, and a
desire of unveiling the latent mysteries of nature, was the passion by which
all the other emotions of my mind were intellectually organized”. Traduzco esta parte y
la que continúa:
“Desde mi más temprana juventud […] la
curiosidad y el deseo de descubrir los misterios latentes de la naturaleza fue
la pasión que arrastraba todas las demás emociones de mi mente. Este deseo
ardiente primero me llevó a cultivar con éxito las diversas ramas del
aprendizaje que conducen a las puertas de la sabiduría. Luego me dediqué al
cultivo de la filosofía, y el esfuerzo con el que lo perseguí superó mis
expectativas más optimistas. […] La filosofía natural se convirtió finalmente
en la ciencia a la que dirigí todas mis anhelantes preguntas. Aquello me
condujo a un laberinto de meditaciones”.
En el cap. III de Frankenstein podemos
leer:
“A partir de este día, la filosofía
natural y en especial la química, en el más amplio sentido de la palabra, se
convirtieron en casi mi única ocupación. Leí con gran interés las obras que,
llenas de sabiduría y erudición, habían escrito los investigadores modernos
sobre esas materias. Asistí a las conferencias y cultivé la amistad de los
hombres de ciencia de la universidad. […] Nadie salvo los que lo han
experimentado, puede concebir lo fascinante de la ciencia. En otros terrenos,
se puede avanzar hasta donde han llegado otros antes, y no pasar de ahí; pero
en la investigación científica siempre hay materia por descubrir y de la cual
asombrarse. Cualquier inteligencia normalmente dotada que se dedique con
interés a una determinada área, llega sin duda a dominarla con cierta
profundidad. También yo, que me afanaba por conseguir una meta, y a cuyo fin me
dedicaba por completo, progresé con tal rapidez que tras dos años conseguí
mejorar algunos instrumentos químicos, lo que me valió gran admiración y
respeto en la universidad”.
Incluso he encontrado una asombrosa
coincidencia entre una de las frases más celebres de Frankenstein,
la que encabeza el capítulo IV, justo antes del nacimiento de la Criatura, y
otra en St. Irvyne. Aquella dice:
“It was on a dreary night of November that I beheld the accomplishment of my
toils” (“Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis
esfuerzos.”). En el capítulo VII de la historia de Ginotti, una obra muy anterior de
Percy, puede leerse: “Cold and dreary was the night: November”.
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