Caballeros 1

martes, 27 de abril de 2021

John Milton, Mary Shelley.

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«¿Te pedí, / por ventura, Creador, que transformaras / en hombre este barro del que vengo? / ¿Te imploré alguna vez que me sacaras / de la obscuridad y me pusieras / en este maravilloso jardín?» (John Milton, El paraíso perdido)



Se ha dicho que El paraíso perdido trata fundamentalmente del problema del mal y el sufrimiento: ¿por qué un Dios bueno y todopoderoso decide permitirlos, cuando le sería tan fácil haberlos evitado? La respuesta de Milton a un asunto en principio teológico, o cuando menos filosófico, pasa por la brillante descripción psicológica de los principales protagonistas del poe­ma: el diablo, Dios, Adán y Eva, cuyas actitudes acaban por revelar el mensaje esperanzador que se esconde tras la pérdida del paraíso original. Más que espacios físicos, cielo e infierno representan estados de ánimo. En ese sentido, uno de los grandes hallazgos de la obra consiste precisamente en situar su comienzo en el infierno. Desde allí, Satanás (al que muchos han considerado erróneamente el héroe del poema por su rebeldía y arrojo) decide vengarse por fin de Dios, pero no mediante un ataque frontal del que saldría malparado, sino indirectamente, a través de los seres recién creados, que viven en un estado de constante felicidad. Por contraste, la característica que define al diablo es el sufrimiento, algo que a todos nos resulta familiar, lo cual permite identificarnos fácilmente con su punto de vista, así como comprender la auténtica naturaleza del infierno. A diferencia de los teólogos de su tiempo, Milton no se detiene a describir interminables castigos corporales, el fuego abrasador u otro tipo de torturas, sino la permanente insatisfacción y de­ses­peración de sus habitantes.
Como en los poemas épicos de Homero o Virgilio, la obra no se de­sarro­lla cronológicamente sino, por así decirlo, emocionalmente, situando al lector desde el principio in medias res, en un momento clave para entender su desarrollo posterior. Si La Eneida comenzaba con la tempestad que arrojaba a su protagonista en las costas de Libia, El Paraíso perdido nos conduce desde el infierno a las orillas del jardín terrenal de la mano de Satanás, quien, pese al éxito de su odisea a través del espacio y a su valentía inicial, nada más llegar, vacila y siente miedo: «Horror y duda perturban sus confusos pensamientos y desde el fondo agitan el infierno que su seno contiene, porque dentro de sí lleva el infierno [...] y del infierno no puede alejarlo, igual que de sí mismo, un cambio de lugar». Los tormentos diabólicos se manifiestan no sólo en la duda, sino, con un grado especial de sutileza, en la profunda envidia que siente al contemplar desde lo alto de un árbol la dicha de Adán y Eva. Como un voyeur clandestino, el diablo representa, en su triste estado, la consciencia, tanto del dolor propio («dondequiera que huya es el infierno, pues yo soy el infierno») como de la alegría y la belleza ajenas, lo que consigue implicarnos de nuevo como lectores, pues, como él, todos nos encontramos «fuera» de una experiencia semejante de felicidad completa. A partir de ese momento, el foco de atención se desplaza desde los entes sobrenaturales, más o menos simbólicos, a los dos seres de carne y hueso responsables de la segunda caída mítica desde la Creación (tras la protagonizada por Satanás y sus ángeles).

En el Libro X del Paraíso Perdido (Paradise Lost, 1667) de John Milton (1608-1874), asistimos al implacable juicio y severa condena por parte de Dios a los pobladores del Paraíso, Adán y Eva, una vez que éstos hubieron transgredido las normas impuestas por Aquél. Fue entonces cuando la Divinidad dejó caer sobre la primigenia pareja, hecha sin embargo a su imagen y semejanza, un imperecedero y oscuro sortilegio que dirige a Adán: “maldecida es la tierra por tu causa; / y ha de ser con dolor como de ella / comas todos los días de tu vida”. Sin olvidar a Eva: “Aumentaré con creces tus dolores / desde la concepción; y parirás / tus hijos con dolor”. Desde aquella fatal jornada, la discordia (la funesta Eris griega), “como hija del Pecado, / fue la primera en implantar la muerte / entre los animales entablando / una feroz antipatía”, y quedó así establecido, para siempre, el cruel dictado schopenhaueriano: “no hay victoria sin lucha” (kein Sieg ohne Kampf). Pues “implicados ambos en el pecado / se merecieron la fatal caída”

Inmerso en una angustiosa y muy desesperada pena, Adán lleva a cabo una de las más crudas lamentaciones de la historia de la literatura, tal es su honda pesadumbre, hasta que, incluso, llega a imprecar a Dios con estas palabras: “¿Te pedí, / por ventura, Creador, que transformaras / en hombre este barro del que vengo? / ¿Te imploré alguna vez que me sacaras / de la obscuridad y me pusieras / en este maravilloso jardín?”. Fueron estos atronadores y desgarradores interrogantes, que no son sino ruegos por la clemencia divina, los que Mary Shelley (1797-1851) eligió para encabezar una de las obras más importantes y representativas de la literatura inglesa del Romanticismo y uno de los libros más leídos, estudiados y comentados de la historia de la literatura: Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or, The Modern Prometheus), publicado por vez primera en marzo de 1818.

La cita de Milton que Shelley eligió para encabezar la novela es del todo elocuente: el ser humano se encuentra enclavado en un terreno que no le pertenece enteramente, pues se sabe poseedor de una sensibilidad estética y espiritual superior a la del resto de los animales pero, por otra parte y a la vez, se sabe capaz de los peores crímenes e indecencias. Es, pues, un habitante extraviado y errante que clama constantemente por la donación de un sentido, sea éste coyuntural o definitivo.

El mundo se muestra para el protagonista, el profesor Víctor Frankenstein, como un arcano, como un secreto que “deseaba desentrañar”. Un dato que la autora no deja de repetir a lo largo de la novela; esta misma curiosidad fue la que condujo a Eva y a Adán a la más gravosa de las condenas, como leemos en el poema de Milton. Es así, movido por su inextinguible curiosidad, como Frankenstein se lanza “con la mayor diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida”, sin que quedara cegado por la promesa de riquezas o fama. Aunque un terrible vaticinio se hace ya presente en el tercer capítulo: “El destino era demasiado poderoso, y sus leyes inmutables habían decretado mi absoluta y terrible destrucción”.

Es el irresistible vigor del fatum el que conduce al investigador a llevar a cabo sus pesquisas y a construir un ser al que logra dotar de vida, no sin antes examinar los misterios de la muerte: “Me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero eso no bastaba; tuve que observar también la descomposición y la corrupción del cuerpo humano”. De esta manera, Frankenstein se lanza a romper las barreras que trazan los límites entre la vida y la muerte, aunque el resultado final se muestra terrible: “Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí precipitadamente de la habitación, y estuve paseando por mi dormitorio durante mucho tiempo, sin poder sosegar mi espíritu ni dormir”. Los sueños de la razón, al decir de Goya, habían producido sus monstruos.

A partir de este momento, se desencadena una atroz lucha psicológica, moral y física por desprenderse del producto que la mente de Frankenstein había creado. Lo más propio se hace ajeno, se convierte en otredad; la pertenencia más preciada (las ideas, el impulso científico, la ambición humanista) del protagonista se torna oscura, lúgubre, peligrosa. El monstruo intenta asemejarse a los humanos, pasa largos días observándolos, pero el destino, de nuevo, aparece inexpugnable: “Estimo mi vida, aunque sólo sea un cúmulo de aflicciones, y la defenderé”. Los inolvidables diálogos entre Víctor y su obra son de una altura filosófica y literaria brillantes, y las lamentaciones del ser creado se asemejan, peligrosamente, a las de aquel desconsolado Adán de Milton:

Pero ¿no estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Mi refugio son las montañas desiertas y los desolados glaciares. […] ¿No habré de odiar, entonces, a quienes me odian a mí?

O más adelante, en expresión casi calcada a la de Milton:

¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en aquel instante, no apagué la chispa de la existencia que tan extravagantemente me habías infundido? […] ¡Insensible, despiadado creador! Me habías dotado de percepción y de pasiones, y luego me habías arrojado al mundo para desprecio y horror de la humanidad.

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