Caballeros 1

viernes, 9 de noviembre de 2018

Sobre el feminismo en Pardo Bazán: http://latribu.info/feminismos/violencias-prensa-precursoras-proposito-del-cumpleanos-emilia-pardo-bazan/



La vida contemporánea era el título de la sección que doña Emilia mantuvo en La Ilustración Artística, pero sus centenares de crónicas son hoy de difícil y paciente acceso. En su momento se editó alguna antología breve, ya inaccesible, del mismo modo que está descatalogada la edición completa que realizó la Hemeretoca de Madrid3. Se requiere mucha paciencia digital y buena vista para bucear en ese retrato social que combina la reseña literaria, el comentario de viajes, el análisis político, la noticia parlamentaria y, también, la denuncia constante de la violencia sufrida por las mujeres, entre otras informaciones sobre un feminismo que Pardo Bazán juzgaba como la única revolución verdaderamente pacífica de la humanidad. En su descripción del maltrato brillan problemas y diagnósticos vigentes hoy, estructurales de las formas de relación que esconden sometimiento y poder bajo teórico romanticismo y que siguen, como señalan las expertas, un esquema circular y metódico que empieza en el control o el desprecio sutil hasta acabar en el asesinato. Una pequeña estampa de ruptura que podría no tener cien años es esta “Ensaladilla”, escrita en 1901, en la que la autora gallega denuncia, tirando de ironía, el estilo de la crónica de sucesos de entonces.
La muchacha, o porque su amartelado galán le pega, o porque acostumbra estar beodo, o porque tiene sus queridas, o por cualquier otra fruslería del mismo jaez, determina romper y no acordarse más del santo del nombre de aquel individuo. Él no está conforme: desea continuar. Ella le significa su resolución: él se lamenta, se mesa los cabellos, profiere imprecaciones sordas y reniega de su indecente suerte. Ella, firme que firme. Pasan dos meses o tres. La muchacha, aburrida de coser o de fregar, decide asistir a un baile o darse una vuelta por la plazuela. El ex novio la sigue allí, y apenas le echa la vista encima, la apremia para reanudar. Niégase la chica por última vez; el galán saca un revólver o empalma una faca “de grandes dimensiones” y la clava con insistencia en la región H o B del cuerpo de la desdichada. Cae ella, sin proferir un grito, en un charco de sangre: él la besa; se entrega a los guardias; le juzgan; el defensor le pinta como Otelo forrado en Werther; el tribunal le aplica cuatro o seis años, si no le absuelve… y aquí no ha pasado nada, señores. Porque la lenidad con esta clase de crímenes es grande. Sale bastante barato dar muerte a una mujer. Sería conveniente que costase algo más: tal vez así lo pensarían mejor los celosos y los apasionados.

Dejo a la memoria de quien lea este artículo el recuerdo de titulares recientes sobre “llamadas por amor” que son acoso telefónico, ciudades empapeladas para chicas de tranvía, creciente cifra estadística de chavales que controlan y agreden a sus novias también menores de edad, ayudados por la tecnología a su alcance y por la desidia institucional hacia el problema de su ausencia de educación tanto en valores, como en conceptos. En el fragmento, el asesino de mujeres ve blanqueado su crimen en el refugio del amor y en el hecho, también señalado en otro de sus artículos por Pardo Bazán, de que “la mujer no hace las leyes, ni puede siquiera designar al que ha de hacerlas” y “hace falta, mucha falta, la representación de medio género humano, hasta hoy juzgado, sentenciado, ejecutado por el otro medio”. ¿Pensamos en el reciente caso de Juana Rivas, expuesta a todos los fallos paradigmáticos e ideológicos del sistema judicial español en lo que se refiere al tratamiento de la violencia machista? ¿Nos acordamos del juicio público al que fue sometida la mujer de Maracena, de cuya condición de víctima se dudó porque, en palabras de su maltratador condenado y con otra causa pendiente, “le gustaba salir de fiesta”?

También de 1901 es el recuento de una violación y de un intento de asesinato que dos hombres cometen contra una chica, una modista en paro y en hambre, que se aventura por calles poco recomendables de Madrid con el fin, como expresó en el juicio, de suicidarse ante la pura impotencia provocada por la precariedad y para no caer en el único recurso siempre disponible para una mujer: la prostitución por razones alimenticias. La modista se zafa de la agresión pero, cuando llega a una zona concurrida, sus agresores la alcanzan y disparan con objeto de que no pueda denunciarlos. Sale viva y puede hablar, pero a pesar del horror del crimen y lo evidente de un caso en el que hay testigos (condena firme, en el caso de Arcuri) y una víctima que exige amparo a la justicia (conforme debería acogerla la ley nacional, internacional y futura, si tenemos en cuenta el reciente Pacto de Estado en la materia), pronto empieza a suceder esto:

Su castigo no será probablemente tan ejemplar como lo pide el horror inicuo del caso; ya se empiezan a buscar excusas —leo en El Imparcial que en un “centro oficial” corre la voz de que la modistilla no era tan honrada como se creyó al principio… ¿Y con qué fin se dice eso en un centro oficial? ¿Es para disculpar a los criminales, dos veces criminales, amén de cobardes y alevosos? ¿Es que se quiere sentar la jurisprudencia o esparcir la idea de que a una mujer en cuyo pasado o presente exista alguna sombra, forjada por la calumnia quizá —y si es real, para el caso da lo mismo—, pueden burlarla e intentar asesinarla dos hombres, y que la culpabilidad de estos dos hombres se mide por los grados de pureza que mida la fama de la víctima? ¿Acaso a esa mujer, sea cual sea su conducta antes del momento del crimen, aunque fuese la escoria de la calle, no deben protegerla la ley y la sociedad? ¿Se impone menor pena en el Código a los que roban y matan a un usurero o a un libertino que a los que roban y matan a un hombre probo y estimado de sus conciudadanos? Y porque supongamos que una mujer pobre, una humilde modista, ha incurrido en debilidades o en errores sentimentales, o de cualquier índole, ¿es menos infame su opresión, es menos sagrada su seguridad, su honra, su vida, sus derechos de ser humano, en medio de una sociedad que se dice civilizada?

Emilia Pardo Bazán señala al principal periódico liberal de la época (entrevista exclusiva con Arcuri en El País un día después de llevarse a los hijos de Juana a Italia), aunque podemos suponer que el resto de papeles no dejaría a la modista mejor parada, por poner en duda el derecho a la justicia y la verdad del relato de la mujer “de la calle”, de la que está donde no se la espera, de la que ha podido tener alguna conducta de índole sexual reprobable según la moral social y religiosa de la época… o de la nuestra, con el juicio a la vuelta del otoño en el que esa “manada” de “ejemplares” amigos tendrá que rendir cuentas por la violación de una chica a la que previamente drogaron y a la que los medios cuestionaron por haberse ido de fiesta con varios varones. En la lógica patriarcal, violar a la que no se considera “pura” y sí “puta” es castigo justo y así tenemos, hace ciento dieciséis años, un magistral diagnóstico de la violación y las violencias coercitivas que sufrimos las mujeres en el espacio público de la ciudad y de la vida en general cuando pretendemos vivirla de forma plena. Detectaba doña Emilia el problema de los hombres, así en cursiva, hombres “que se creen dueños de la mujer en el hecho de que es mujer, criterio que se revela en la osadía y arrebato con que a ellas se dirigen, y en la facultad de matarlas que se arrogan con tal lisura, a pretexto de amor, de celos o de honra”. Que la violencia patriarcal componía una atmósfera espesa y constante en torno a las mujeres de hace cien años es algo que no podemos perder de vista y, como texto de referencia para comprender las identidades “masculina” y “femenina” que estaban en cambio y en pugna en aquel período, la lectura de Pardo Bazán toma cuerpo y contexto en el ensayo Masculinidades en tela de juicio, de la historiadora Nerea Aresti, en el que precisamente construye la reflexión teórica sobre la violencia de la masculinidad hegemónica a través del análisis de cuatro procesos judiciales como los que glosa doña Emilia y que implican, en grados diversos, el género y su (de)construcción4.

Porque a doña Emilia no le falta tampoco ojo para entender el mecanismo de sometimiento en el que entra la víctima, generalmente de pocos recursos educativos y personales, cuando se expone al estereotipo de hombre o chulo tan abundante entonces y tan dado a tirar de navaja y aplicar la lógica del “hembra por hembra”. Desde ahí debemos entender que pedir formación y trabajo para las mujeres, pedir o defender la educación, no es un abstracto apolítico sino la clave de bóveda de la condición de persona de cualquier mujer: poder valerse por sí misma y tener la libertad que da la independencia económica, esa que también el maltratador limita como otra forma de violencia. Es común en muchas mujeres aceptar insultos e incluso golpes, así como otras conductas de control, sin identificar esas agresiones como maltrato. Y en el análisis que la autora coruñesa realiza de esta normalización de la violencia en apariencia “pequeña”, no falta la conexión representacional, el ámbito de la cultura, eso que vemos, nos bombardea, nos dice lo que debemos o no ser, lo que es normal o mueve a risa, lo que procede en función de algún azar genético y una pertinente estructura de dominación. Otra estampa de época, esta vez de 1907, dígase que publicidad, canciones, películas, mujeres, hombres o viceversa:

Notad cómo, en esa esquina, dialogan uno de capita y gorra ladeada y una de pobre mantón y complicado moño… El diálogo se anima: él alza la mano y descarga bofetón redondo… Ella titubea, llora; luego ríe…; ni siquiera pide auxilio: el bofetón está en el programa. Y ese bofetón es el preludio de lo que vendrá más tarde, en una hora de exasperación brutal de celos o de soberbia; es el anticipo del navajazo feroz, del estrujón de nuez que rompe el cartílago, del puntapié que desgarra las entrañas, del palo que abre el cráneo, del proyectil que se incrusta en la masa encefálica… ¡Va tan poco del primer maltrato al crimen! La bofetada anuncia la muerte; y las emplazadas, sin embargo, media hora después de haber recibido en la mejilla el golpe y el insulto, se cuelgan del brazo del ofensor y se van con él a celebrar los chistes de una obreja teatral, donde quizá ven reproducida, en broma, la escena en que acaban de ser protagonistas…

El recuento diario de la violencia machista en España también ve reproducido, pero no es broma, el relato que Pardo Bazán traza magistralmente a comienzos de la centuria pasada. La palabra “precursora” adquiere entonces un sentido exacto, pero no por la anticipación de un feminismo que para la fecha lleva años en la realidad del debate intelectual y de las prácticas políticas españolas, sino porque los textos —y aquí he extractado una muestra bastante escueta— revelan una comprensión moderna de las violencias machistas: desde un marco de derechos humanos antes de que estos fueran consignados, un marco que conecta las condiciones de opresión y también las de representación, las creencias dominantes y las inercias sociales, los mecanismos de poder y del afecto, para estudiar y denunciar la expresión más grave del sometimiento estructural que padece la mitad de la población del globo. Como siguen haciendo hoy, desconociendo quizá a esta tataratatarabuela, muchas y muy válidas periodistas en España; ojalá, con este artículo, algo mejor precedidas.


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