En uno de los artículos de Pardo Bazán publicado en La España Moderna: En gran porción del
territorio español, la mujer ayuda al hombre en las faenas del campo, porque la
igualdad de los sexos, negada en el derecho escrito y en las esferas donde se
vive sin trabajar, es un hecho ante la miseria del labrador, del jornalero o
del colono. En mi país, Galicia, se ve a la mujer, encinta o criando, cavar la
tierra, segar el maíz y el trigo, pisar el tojo, cortar la hierba para los
bueyes. [...] El pobre hogar de la mísera aldeana, escaso de pan y fuego,
abierto a la intemperie y al agua y al frío, casi siempre está solo. A su dueña
la emancipó una emancipadora eterna, sorda e inclemente: la necesidad.
Otros trabajos hacen también las mujeres gallegas humildes de finales del XIX. En “La advertencia” (s.
a.) recogido en Cuentos de la tierra, el médico del pueblo recomienda a la
joven Maripepa de Norla para ir a Madrid a ejercer de ama de cría amamantando
al hijo recién nacido de los amos. El pago por ello es sustancial y, dada su
situación económica y al no poder negarse, el marido de la protagonista se tiene
que conformar con establecer los límites de su territorio no sin advertirle del
siguiente modo, aunque más que una “advertencia” como reza el título parece una
amenaza: Y, de pronto, agarrando por el pescuezo a Maripepa, la besó sin arte,
restregándole la cara. -Cata que eres moza y de buen parecer -refunfuñaba entre
estrujones-. Cata que no se vayan a divertir a mi cuenta los señoritos... Tú
vas para el chiquillo y no para los grandes, ¿óyesme? En Madrid hay una mano de
pillería. Como yo sepa lo menos de tu conducta, la aguijada de los bueyes he de
quebrarte en los lomos... (Pardo Bazán, Emilia: s. a.)
En Cuentos de Marineda se halla recogida otra interesante
aportación: “El indulto”. Se trata de un cuento publicado en 1883 en el que el
tema está presente centrándose en el maltrato psicológico a la mujer con un
asesinato incluido. Un marido, al que nunca se cita con nombre y apellidos sino
con sustantivos como: “criminal”, “asesino” y “carnicero” ha ido a la cárcel
por asesinar a su suegra. Debido a ciertas engañifas y arteras tretas legales
el sujeto consigue ser indultado y la protagonista, Antonia, al ser conocedora
de este suceso vive en un estado permanente de pánico tras ser amenazada de
muerte. El narrador lo pone de manifiesto en los siguientes términos: Y el
destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose
el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del
presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó
avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos. se oían
exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de
la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!... (Pardo
Bazán, Emilia: 1883)
Sin pasión
Emilia Pardo Bazán
[Nota preliminar:
edición digital a partir de Blanco y Negro núm. 532, 1901, y
cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez Cuentos completos,
La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, t. III,
pp. 89-91.]
El defensor, el joven
abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le
desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho..., se acabó; no
había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.
-¿Qué trabajo le cuesta
a usted decir la verdad? -preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza
baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su
tétrica celda en la Cárcel Modelo-. Confiese que se encontraba..., vamos,
enamorado de la mujer, de la Remigia...
-No, señor. ¡Ni por
soñación! -exclamó sinceramente el criminal-. Pero... ¿qué iba yo a andar
namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría
como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas?
Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a
un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca
semejante cosa ni por el pensamiento.
El abogadito, de
recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años,
relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo
también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la
atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de
elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de
zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a
Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia,
mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.
Sólo con la clave
amorosa podía el defensor reconstruir el drama lógicamente. Vela era huésped de
los esposos Rivas. Nada más infalible que la inclinación o el «lío» entre el
huésped y el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma a golpes a su mujer,
acaso por celos. En la casa hay un hombre que lo presencia y que está prendado
de la mártir. La pasión le exalta; el espectáculo le es intolerable, y un día,
ante tratamientos más horribles, al ver que el marido enarbola una silla para
descargársela a la mujer en la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma la faca y
la sepulta, una, dos, tres veces, en el cuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese
hecho lo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se ama, no se
arrojaría a matar, ciego, anulada la voluntad, suprimido el albedrío, impulsado
irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién
responde de sí mismo en tales ocasiones, ante tales conflictos del alma?
Por estos caminos
contaba dirigir su brillante peroración forense el abogado, seguro -a poco que
apretase por varios lados, especialmente en algunos periódicos donde disponía
de amigos- de un triunfo más sobre los ya obtenidos en su carrera refulgente, que
le llevaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la combinación se
venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente, típico, sustituía
la prosa de un vulgar asesinato.
-Entendámonos -murmuró,
haciendo con la mano derecha la señal de esperar-. Usted no tenía nada con la
Remigia; la Remigia... no le seducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan,
¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Por qué montó usted al Negruzo?
¿Había mediado entre ustedes alguna cuestión?
-No, señor. Cuestión, ninguna.
Al contrario; en el taller nos llevábamos perfectamente. Aquella mañana, la del
día en que pasó el «disgusto», estuvimos echando unas copas en la taberna
del Pelele, y me las pagó, por cierto, él.
-Tampoco, tampoco. Yo
nunca lo he tenío por costumbre, y el Negruzo, que la cogía a
menudo, entonces no la cogió, porque total fueron dos copillas, y de mañana, y
la cosa pasó al retirarnos.
-Fue de esas cosas...,
vamos, de esas cosas que hace un hombre..., sin saber muchas veces ni por qué
las hace. Verá usté... Yo tomé posada en ca elNegruzo porque él se
empeñó, diciéndome que estaría muy bien y muy bien. Tocante al hospedaje, no
tengo na que decir: su buen cocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según
corresponde. Pero a mí me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel
tío a su mujer delante de mí. Que la matase allá en su alcoba, malo será; pero
nadie tié que meterse; para eso era su señora. En mi cara... era cosa de
avergonzarme. Estar un hombre presenciando que a una mujer la hacen tajás, y
dejarlo... vamos, que se le requema a uno la sangre. Yo en jamás le levanté la
mano ni a mi madre ni a mis hermanas cuando vivía con ellas. Es mala vergüenza
para un hombre el sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia, que se
cae de puro honrá.
Así se lo dije al Negruzo muchísimas
veces, y si hubiese quedado con vida él no lo negaría, que por amonestao no
quedó. ¿Sabe usted, don Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que la Remigia
era tan fea, que le chocaba que la saliesen defensores. «¿Para qué se quieren
las feas y las flacas esmirriás en el mundo?», era lo que decía. Y yo le
replicaba: «Pues mira: cuando atices leña a la Remigia, procura que no esté yo
elante, porque un día me atufo y hago una barbaridá»; y se reía, se reía a
carcajadas: «Anda, que le ha salío un galán a la Remigia.» Y usted dirá
-prosiguió el asesino- que siendo la Remigia tan buena, no se entiende por qué
la pegaba su hombre... Pues ahí está lo que me sacó de mis casillas. Ver que no
había motivo; pero ¿qué motivo?, ni como el que dice tanto así de la sombra de
pretexto. Que si la sopa de fideos era un engrudo..., que si los garbanzos
estaban duros..., que si los chicos lloraban..., que si faltaba un botón a la
blusa... Todo mentira las más veces...; y un descuido lo tiene cualquiera, me
se figura. En fin, que el día de la cosa..., de la desgracia..., porque en
medio de todo, desgracia fue..., pues el Negruzo entró en su
casa de mal talante, y sin reparar que estaba yo allí, y también el mayor de
los niños, una criatura de ocho años, la tomó con la Remigia, y por primera
providencia le pegó dos puñetazos en el pecho. Y como ella se echó a llorar, la
dio una patá en una pierna que la tiró al suelo, y ya que la vio en el suelo,
alzó una silla para darla Dios sabe dónde... Y entonces, un servidor...; na...,
el demonio... Me lo hubiese comido, vamos; le di tantas, sin saber lo que
estaba haciendo, que me contaron después que hasta le «secioné» una oreja y
tres dedos de la mano... No, por avisado no fue; que se lo advertí veces. ¡Y no
hubo más!... ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo me harté de dar, vino a mirar
a su padre, que ya no se movía, y me dijo muy calladito: «¡Bien hecho!»
-Se hará lo posible...
Pero como no se trata de un crimen pasional, no me atrevo a que usted esté muy
esperanzado... ¿Por qué no dice usted, cuando llegue el caso, que andaba usted
prendado de la Remigia?
-Porque sólo con verla,
señor, no lo creerán... Y tampoco es mu regular eso de calumniar a una mujer
decente.
«Pues lo que es éste, de
presidio no se escapa», pensó el defensor malhumorado, y resolviendo ya, en su
interior, no «apretar» en aquel asunto borroso y deslucido.
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