Caballeros 1

domingo, 4 de marzo de 2018

Emilia Pardo Bazán" Sin pasión"


En uno de los artículos de Pardo Bazán publicado en La España Moderna: En gran porción del territorio español, la mujer ayuda al hombre en las faenas del campo, porque la igualdad de los sexos, negada en el derecho escrito y en las esferas donde se vive sin trabajar, es un hecho ante la miseria del labrador, del jornalero o del colono. En mi país, Galicia, se ve a la mujer, encinta o criando, cavar la tierra, segar el maíz y el trigo, pisar el tojo, cortar la hierba para los bueyes. [...] El pobre hogar de la mísera aldeana, escaso de pan y fuego, abierto a la intemperie y al agua y al frío, casi siempre está solo. A su dueña la emancipó una emancipadora eterna, sorda e inclemente: la necesidad.
Otros trabajos hacen también las mujeres gallegas humildes  de finales del XIX. En “La advertencia” (s. a.) recogido en Cuentos de la tierra, el médico del pueblo recomienda a la joven Maripepa de Norla para ir a Madrid a ejercer de ama de cría amamantando al hijo recién nacido de los amos. El pago por ello es sustancial y, dada su situación económica y al no poder negarse, el marido de la protagonista se tiene que conformar con establecer los límites de su territorio no sin advertirle del siguiente modo, aunque más que una “advertencia” como reza el título parece una amenaza: Y, de pronto, agarrando por el pescuezo a Maripepa, la besó sin arte, restregándole la cara. -Cata que eres moza y de buen parecer -refunfuñaba entre estrujones-. Cata que no se vayan a divertir a mi cuenta los señoritos... Tú vas para el chiquillo y no para los grandes, ¿óyesme? En Madrid hay una mano de pillería. Como yo sepa lo menos de tu conducta, la aguijada de los bueyes he de quebrarte en los lomos... (Pardo Bazán, Emilia: s. a.)
En Cuentos de Marineda se halla recogida otra interesante aportación: “El indulto”. Se trata de un cuento publicado en 1883 en el que el tema está presente centrándose en el maltrato psicológico a la mujer con un asesinato incluido. Un marido, al que nunca se cita con nombre y apellidos sino con sustantivos como: “criminal”, “asesino” y “carnicero” ha ido a la cárcel por asesinar a su suegra. Debido a ciertas engañifas y arteras tretas legales el sujeto consigue ser indultado y la protagonista, Antonia, al ser conocedora de este suceso vive en un estado permanente de pánico tras ser amenazada de muerte. El narrador lo pone de manifiesto en los siguientes términos: Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos. se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!... (Pardo Bazán, Emilia: 1883)

Sin pasión
Emilia Pardo Bazán


[Nota preliminar: edición digital a partir de Blanco y Negro núm. 532, 1901, y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, t. III, pp. 89-91.]



El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho..., se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.
-¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? -preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo-. Confiese que se encontraba..., vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia...
-No, señor. ¡Ni por soñación! -exclamó sinceramente el criminal-. Pero... ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.
El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.
Sólo con la clave amorosa podía el defensor reconstruir el drama lógicamente. Vela era huésped de los esposos Rivas. Nada más infalible que la inclinación o el «lío» entre el huésped y el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma a golpes a su mujer, acaso por celos. En la casa hay un hombre que lo presencia y que está prendado de la mártir. La pasión le exalta; el espectáculo le es intolerable, y un día, ante tratamientos más horribles, al ver que el marido enarbola una silla para descargársela a la mujer en la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma la faca y la sepulta, una, dos, tres veces, en el cuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese hecho lo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se ama, no se arrojaría a matar, ciego, anulada la voluntad, suprimido el albedrío, impulsado irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién responde de sí mismo en tales ocasiones, ante tales conflictos del alma?
Por estos caminos contaba dirigir su brillante peroración forense el abogado, seguro -a poco que apretase por varios lados, especialmente en algunos periódicos donde disponía de amigos- de un triunfo más sobre los ya obtenidos en su carrera refulgente, que le llevaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la combinación se venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente, típico, sustituía la prosa de un vulgar asesinato.
-Entendámonos -murmuró, haciendo con la mano derecha la señal de esperar-. Usted no tenía nada con la Remigia; la Remigia... no le seducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan, ¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Por qué montó usted al Negruzo? ¿Había mediado entre ustedes alguna cuestión?
-No, señor. Cuestión, ninguna. Al contrario; en el taller nos llevábamos perfectamente. Aquella mañana, la del día en que pasó el «disgusto», estuvimos echando unas copas en la taberna del Pelele, y me las pagó, por cierto, él.
-¿Estaban ustedes, o uno de ustedes, embriagados cuando ocurrió el hecho?
-Tampoco, tampoco. Yo nunca lo he tenío por costumbre, y el Negruzo, que la cogía a menudo, entonces no la cogió, porque total fueron dos copillas, y de mañana, y la cosa pasó al retirarnos.
-Siendo así, ¿cómo se comprende...?
-Fue de esas cosas..., vamos, de esas cosas que hace un hombre..., sin saber muchas veces ni por qué las hace. Verá usté... Yo tomé posada en ca elNegruzo porque él se empeñó, diciéndome que estaría muy bien y muy bien. Tocante al hospedaje, no tengo na que decir: su buen cocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según corresponde. Pero a mí me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel tío a su mujer delante de mí. Que la matase allá en su alcoba, malo será; pero nadie tié que meterse; para eso era su señora. En mi cara... era cosa de avergonzarme. Estar un hombre presenciando que a una mujer la hacen tajás, y dejarlo... vamos, que se le requema a uno la sangre. Yo en jamás le levanté la mano ni a mi madre ni a mis hermanas cuando vivía con ellas. Es mala vergüenza para un hombre el sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia, que se cae de puro honrá.
Así se lo dije al Negruzo muchísimas veces, y si hubiese quedado con vida él no lo negaría, que por amonestao no quedó. ¿Sabe usted, don Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que la Remigia era tan fea, que le chocaba que la saliesen defensores. «¿Para qué se quieren las feas y las flacas esmirriás en el mundo?», era lo que decía. Y yo le replicaba: «Pues mira: cuando atices leña a la Remigia, procura que no esté yo elante, porque un día me atufo y hago una barbaridá»; y se reía, se reía a carcajadas: «Anda, que le ha salío un galán a la Remigia.» Y usted dirá -prosiguió el asesino- que siendo la Remigia tan buena, no se entiende por qué la pegaba su hombre... Pues ahí está lo que me sacó de mis casillas. Ver que no había motivo; pero ¿qué motivo?, ni como el que dice tanto así de la sombra de pretexto. Que si la sopa de fideos era un engrudo..., que si los garbanzos estaban duros..., que si los chicos lloraban..., que si faltaba un botón a la blusa... Todo mentira las más veces...; y un descuido lo tiene cualquiera, me se figura. En fin, que el día de la cosa..., de la desgracia..., porque en medio de todo, desgracia fue..., pues el Negruzo entró en su casa de mal talante, y sin reparar que estaba yo allí, y también el mayor de los niños, una criatura de ocho años, la tomó con la Remigia, y por primera providencia le pegó dos puñetazos en el pecho. Y como ella se echó a llorar, la dio una patá en una pierna que la tiró al suelo, y ya que la vio en el suelo, alzó una silla para darla Dios sabe dónde... Y entonces, un servidor...; na..., el demonio... Me lo hubiese comido, vamos; le di tantas, sin saber lo que estaba haciendo, que me contaron después que hasta le «secioné» una oreja y tres dedos de la mano... No, por avisado no fue; que se lo advertí veces. ¡Y no hubo más!... ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo me harté de dar, vino a mirar a su padre, que ya no se movía, y me dijo muy calladito: «¡Bien hecho!»
El abogado, silencioso y ceñudo, reflexionaba:
-Se hará lo posible... Pero como no se trata de un crimen pasional, no me atrevo a que usted esté muy esperanzado... ¿Por qué no dice usted, cuando llegue el caso, que andaba usted prendado de la Remigia?
-Porque sólo con verla, señor, no lo creerán... Y tampoco es mu regular eso de calumniar a una mujer decente.
«Pues lo que es éste, de presidio no se escapa», pensó el defensor malhumorado, y resolviendo ya, en su interior, no «apretar» en aquel asunto borroso y deslucido.




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