El disfraz
Emilia Pardo Bazán
[Nota preliminar:
edición digital a partir de La Ilustración Española y Americana núm. 6,
1909, y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez Cuentos
completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa,
1990, t. III, pp. 68-71.]
La profesora de piano
pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel
día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo
menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el
repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el
criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la
casa grande hacia los asalariados humildes:
No pudiendo meterse bajo
tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al
correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso.
A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse
al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el
reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el
terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor
recurso de la familia.
¡Una lección de
dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la
tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso,
se les respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la
lección de la señorita de la Ínsula...» Y en la respuesta había cierto inocente
orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores
tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y
fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales,
ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia
de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta
sencillez, que la distinguía tanto...
Todo era verdad -lo de
la sencillez, lo de la distinción-, pero la profesora no por eso se sentía
menos achicada -hasta el extremo de emocionarse- cuando la madre de esa alumna,
siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le
dirigía la palabra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Ínsula, que
no sabía ni cuáles eran las notas del pentagrama, disertaba a veces con
verbosidad, repitiendo lo que oía decir a los entendidos en su platea. Y doña
Consolación, sin enterarse de lo que explicaba aquella voz tan suave, a menudo
imperiosa en su dulzura, contestaba indistintamente.
¡Si por culpa de la
tardanza perdiese la lección! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese un
gesto de contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba
un ruido de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el
mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su
discípula.
-¡Doña Consola! ¡Doña
Consola! -repetía la niña, en el tono del que tiene que dar una noticia
alegre-. Venga usted... ¡Hay novedades!
«Doña Consola» corrió,
no sin grave peligro de enganche y caída. La marquesa, llena de cortesía, se
había levantado, de lo cual protestó la maestra, exclamando:
-Dame tiempo...
-contestó risueña la madre-. Doña Consolación, figúrese usted que deseamos...
Vamos a ver: ¿no tiene usted muchas ganas de oír Lohengrin?
-Yo... ¡Lohengrin!
¡Ya lo creo, señora! -prorrumpió de súbito, en involuntaria efusión de un alma
que hubiese podido ser artista si no fuese de madre de familia obligada a ganar
el pan de tres chiquitines-. ¡Ya lo creo! Sólo una vez oí una ópera... ¡y hace
tantos años ya! ¡Y Lohengrin! Se dice que lo cantan divinamente...
-¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y
la Stolli! ¡Si es un bordado! Bueno; pues se trata de que esta noche tenemos
dos asientos...
El amoratado fue morado
oscuro. ¿Estaría soñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco, con la marquesa?
-Son dos butacas que le
han enviado a nuestro jefe -prosiguió la dama-, y yo no sé por dónde lo ha
sabido este diablillo de Enriqueta, que además ha averiguado que el jefe no
quiere aprovechar esas localidades, ni para sí ni para su hijo; ¡prefieren irse
a Apolo!... Y ha sido su discípula de usted quien ha pensado en seguida...
-¡Mil gracias,
Enriquetita!... ¡Mil gracias, señora! -balbució la maestra, ya recobrada de su
primera emoción-. Agradezco tanta bondad, y disfrutaría mucho oyendo la ópera,
que no conozco sino en papeles...; pero ni mi esposo ni yo tenemos ropa...,
vamos..., como la que hay que tener para ir a las butacas del Real.
-¡No importa! -gritó
Enriqueta, que no renunciaba a su benéfico antojo-. Mamá le da a usted un
vestido bonito... ¿No lo dijiste? -añadió, colgándose del cuello de su madre
como un diablillo zalamero, habituado a mandar-. ¿No dijiste que aquel vestido
que se te quedó antiguo, de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color café,
que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un frac ya antiguo, para el marido de doña
Consola?
La profesora no sabía lo
que le pasaba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía su corazón
enfermo y mal regulado. Pero Enriquetita, tenaz, aferrada al capricho bondadoso
y a la diversión de la mascarada, insistía.
-¡Doña Consola! ¡Doña
Consolita! Mire usted que lo pasará divinamente. Verá: mandamos un recado a su
señor esposo, y le traen en un coche. Usted ya no se va. Les darán de cenar
aquí. Toinette les viste...
-¿También va Toinette a
vestir al marido de doña Consolación? -preguntó la marquesa, contagiada del
buen humor de la chiquilla.
-No; quise decir que
Toinette la viste a usted, y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámara de
papá. ¡Ande usted, diga que sí!... Luego les tomamos otro coche, ¿no dijiste
que se lo tomabas mamá?, y se van ustedes al teatro.
La marquesa hacía
señales de aprobación, y, entre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarse
delante de aquella Toinette, la doncella francesa, remilgada y burlona, que
vería la ropa interior desaseada, los bajos destrozados, el corsé roto, de
pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmas de la miseria sufrida heroicamente, la
flojedad de las carnes, que olían al sudor enfriado de tantas caminatas hechas
a pie, por ahorrarse los diez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldilla de
barros, con el desgarrón, que no había tenido tiempo de remendar! Una
vergüenza, una humillación dolorosa, la impulsaban a gritar: «No, no iré; no me
vestirán de carnaval con la librea de lujo...» Pero los ojos preciosos,
límpidos, de Enriqueta expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de
proporcionar a su profesora, por una noche, los goces de los privilegiados, que
doña Consolación tuvo miedo de negarse a aquella humorada o gentil travesura.
«Pueden quedar descontentos... Puedo perder esta lección de ricos, los
dieciocho duros al mes, casi tanto como gana Pablo con su empleo...» Y en voz
alta, tartamudeó:
Dos horas después estaba
vestida y peinada doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumada de foin, crujía la seda musgo del traje, antiguo
para la elegante marquesa, en realidad casi de última moda, primorosamente
adornado con bordados verde pálido y rosas en ligera guirnalda; en la cabeza,
un lazo de lentejuela hacía resaltar el brillo del pelo castaño, rizado con
arte. Las mangas de la almilla de algodón habían estorbado, porque la manga del
traje terminaba en el codo; pero Toinette, con alfileres, lo arregló, y la
maestra lucía guantes blancos, largos, que le hacían la mano chica. Enriqueta
bailaba de contento. No hacía sino contemplar a su profesora y repetir:
Bajaban la escalera
interior doña Consolación y su consorte, para meterse en el cochecillo, y
apenas se atrevían a mirarse; tan raros se encontraban, él de rigurosa
etiqueta, envarado; ella, emperifollada, sintiéndose, en efecto, bonita y
rejuvenecida dos lustros... Al arrancar el simón, el marido murmuró, bajo y
como si se recatase:
Y ella -pensando que al
otro día iba a recobrar sus semiandrajos, su traje negro, decente y raído, y
que la vida continuaría con los ahogos económicos y físicos, las deudas y los
ataques de sofocación al subir tramos de escaleras- se echó en brazos de él y
rompió en sollozos.
Pardo Bazán sobre la falda pantalón que en la Exposición de 1889 se presenta como novedad en el atuendo femenino comenta que esta moda es
[...] la única que pudiera, si no entrañar una revolución social, al menos cooperar a ella poderosamente. Ya comprenderéis, ¡oh severos lectores y lectoras asustadizas!, que hablo del divided skirt, o sea, del traje con pantalones. Sólo se escandalizarán los pusilánimes. Yo no. [...] Yo creo que el sastre del traje partido es un genio que se adelanta a su siglo y a su era.
Posteriormente, en sus crónicas, reflexionará sobre la «subversiva falda pantalón», y como el éxito que tuvo fue proporcional a los escándalos que se organizaron en la calle cuando una o dos de esas atrevidas mujeres quedaban aisladas. La tan pregonada caballerosidad española desaparecía: se las insultaba y eran acorraladas hasta que lograban la protección de un guardia. El 20 de marzo de 1911 en La Ilustración Artística comentaba: «Ya se ha visto como la realidad sobrepujó a la previsión, en lo referente a la gazapera que suponía yo que iba a armarse cuando las jupes de marras apareciesen en Madrid. No fue cosa del primer día: la juerga se prolongó cerca de una semana"
Pierde un ratito en leer este artículo tan interesante:
http://www.amargolles.net/?p=3396
[...] la única que pudiera, si no entrañar una revolución social, al menos cooperar a ella poderosamente. Ya comprenderéis, ¡oh severos lectores y lectoras asustadizas!, que hablo del divided skirt, o sea, del traje con pantalones. Sólo se escandalizarán los pusilánimes. Yo no. [...] Yo creo que el sastre del traje partido es un genio que se adelanta a su siglo y a su era.
Posteriormente, en sus crónicas, reflexionará sobre la «subversiva falda pantalón», y como el éxito que tuvo fue proporcional a los escándalos que se organizaron en la calle cuando una o dos de esas atrevidas mujeres quedaban aisladas. La tan pregonada caballerosidad española desaparecía: se las insultaba y eran acorraladas hasta que lograban la protección de un guardia. El 20 de marzo de 1911 en La Ilustración Artística comentaba: «Ya se ha visto como la realidad sobrepujó a la previsión, en lo referente a la gazapera que suponía yo que iba a armarse cuando las jupes de marras apareciesen en Madrid. No fue cosa del primer día: la juerga se prolongó cerca de una semana"
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