Caballeros 1

martes, 30 de abril de 2013

Continúa.

La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados. nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancas{er, al aprendizaje cte las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para horrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX. y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje. pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy está lejos de imaginar cuánto dependernos del vacío mundo que ignoramos.
Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia. hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales. se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos. sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra educacion conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos. en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas. y contraría la imaginación. la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor ¡en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón

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