Caballeros 1

martes, 6 de noviembre de 2012

Katherine Mansfield. La niña cansada.


Acababa de echar a andar por un caminito blanco con altos árboles negros a ambos lados, un caminito que no llevaba a ninguna parte y por donde nadie pasaba, cuando una mano la, agarró por el hombro, la sacudió y le dio un pescozón.

- ¡Oh, no me detenga! -gritó la Niña que estaba cansada-. ¡Déjeme ir!

-Levántate, mocosa inútil -dijo la voz-, levántate y enciende el horno, o no te va a quedar un hueso sano.

Con un inmenso esfuerzo abrió los ojos y vio a la señora, en pie, a su lado, con el bebé debajo del brazo como un paquete. Los otros tres pequeños que compartían la misma cama con la Niña que estaba cansada, acostumbrados al alboroto, dormían tranquilamente. En un rincón de la habitación el Hombre se abrochaba los tirantes.

-¿Qué es eso de dormir toda la noche como un saco de patatas? Has dejado que el bebé moje la cama dos veces. Ella no contestó, pero se ató el cintillo de las enaguas y, con dedos fríos y temblorosos, se abrochó luego su vestido a cuadros.

-Venga, ya está bien. Llévate el bebé a la cocina, caliéntale al amo el café en el infiernillo y dale la rebanada de pan moreno que está en el cajón de la mesa, y no te la vayas a zampar tú, porque me enteraré. La señora cruzó la habitación tambaleándose, se echó en su cama y se arropó los hombros con la almohada rosa. La cocina estaba casi a oscuras. Dejó el bebé en el banco de madera, lo cubrió con una mantilla, vertió luego el café del jarro de barro en la cacerola y lo puso a hervir en el infiernillo.

-Tengo sueño -cabeceó la Niña que estaba cansada, mientras, arrodillada en el suelo, reducía a pequeñas astillas los húmedos leños de pino-. Por esto no estoy despabilada.

Encender el horno llevaba mucho rato. Tal vez estuviera frío, como ella, y dormido... Tal vez había soñado con un caminito blanco, con árboles negros a los lados, un caminito que no llevaba a ninguna parte. Entonces empujaron violentamente la puerta y el Hombre entró.

-¡Vamos! -gritó-. ¿Qué estás haciendo sentada en el suelo? Dame el café. Tengo que irme. ¡Uf!, ni siquiera has fregado la mesa.

Se puso en pie de un salto, vertió el café en una taza enlozada y le alcanzó pan y cuchillo; luego, cogiendo un estropajo del fregadero, lo pasó por el hule negro de la mesa.

-¡Cochino día... cochina vida! -masculló el Hombre que, sentado a la mesa, miraba por la ventana el cielo amoratado que parecía combarse pesadamente sobre el paisaje monótono. Se llenó la boca de pan y luego lo engulló con el café. La Niña arrastró un cubo de agua y, remangándose, se miró con ceño los brazos, como si los regañara por ser tan delgados, tan parecidos a ramitas raquíticas, y empezó a fregar el suelo.

-Deja de encharcar esto mientras estoy aquí -gruñó el Hombre-. Y que el niño deje de lloriquear; ha estado así toda la noche. La Niña se puso el bebé en el regazo y empezó a mecerlo.

-Ta... ta... ta... -dijo-. Le está saliendo un colmillo, eso es lo que le hace llorar. Y babear. Nunca he visto a un niño babear así. -Le limpió la boca con una esquina de la falda-. Algunos niños echan los dientes sin que uno se dé cuenta -prosiguió-, y otros se pasan así todo el tiempo. Una vez oí decir que a un bebé muerto le encontraron todos los dientes en el estómago.

El Hombre se levantó, descolgó la capa de detrás de la puerta y se la echó por encima.

-Hay otro en camino -dijo.

-¿Qué...? ¿Un diente? -exclamó la Niña, que, saliendo de su modorra por primera vez en la mañana, le metió un dedo en la boca al bebé.

-No -dijo él con sarcasmo-, otro niño. Ahora sigue con tu trabajo, ya es tiempo de que los demás se levanten para ir al colegio. Ella se quedó un momento en silencio, escuchando los fuertes pasos del Hombre en el camino de piedra, luego en el caminito de gravilla y, finalmente, el portazo de la cancela.

«¡Otro niño! ¿Todavía no ha terminado esa mujer? -pensó la Niña-. Dos niños echando los colmillos... dos niños que atender por la noche... dos niños que llevar de aquí para allá, a quienes lavar las puercas ropitas.» Miró con horror al que tenía en los brazos que, como si comprendiera el ofensivo hastío de su mirada cansada, apretó los puños, envaró el cuerpo y empezó a gritar violentamente.

-Ta... ta... ta...

Lo puso en el banco y se puso de nuevo a fregar el suelo. El bebé no dejaba de llorar ni un momento, pero ella ya se había acostumbrado y seguía el compás con el palo. ¡Oh, qué cansada estaba! ¡El pesado mango del palo de fregar y el punto ardiente, justo detrás de la nuca, que le dolía tanto, y la extraña, la leve y pulsante sensación allí, detrás de la cintura, como si algo se le fuera a romper!

El reloj dio las seis. Colocó el cazo de leche en el hornillo y entró en la habitación contigua a despertar y vestir a los tres niños. Antón y Hans yacían juntos en una actitud amistosa que ciertamente no compartían fuera de sus horas de sueño. Lena estaba encogida, las rodillas bajo la barbilla, y solo se veía una tiesa, enhiesta cola de caballo por encima de la almohada.

-¡Arriba! -gritó la Niña, con voz de suprema autoridad, tirando de las mantas y dando a los chicos empujones y codazos-. Llevo media hora llamándoos. Es tarde, y me voy a chivar si no os vestís ahora mismo. Antón se despertó lo suficiente como para volverse y darle una patada a Hans en una parte dolorosa, con lo que Hans tiró de la cola de caballo de Lena hasta hacerla gritar llamando a su madre.

-¡Oh, quietos! -susurró la Niña-. Haced el favor de levantaros y vestiros. Ya sabéis lo que pasará.

-Vamos... os ayudaré. Pero la advertencia llegó demasiado tarde. La señora se levantó de la cama, fue decididamente hacia la cocina y volvió llevando en la mano un manojo de varillas atadas con una fuerte cuerda. Uno por uno, tumbó a los niños sobre sus rodillas y los golpeó severamente. Los restos de sus energías las empleó en la Niña que estaba cansada. Luego volvió a la cama con la agradable sensación de haber cumplido sus deberes maternales del día. Muy sumisos, los tres se dejaron vestir y lavar por la Niña, que incluso anudó los cordones de las botas de los chicos, ya que la experiencia le había enseñado que si se lo dejaba a ellos, saltarían a la pata coja por lo menos durante cinco minutos hasta encontrar un saliente donde poner los pies, y después se escupirían en las manos y romperían los cordones.

Mientras les daba el desayuno, empezaron a armar barullo. El bebé no dejaba de llorar. Cuando hubo llenado de leche la cafetera de lata, sujetando la tetilla de goma y, humedeciéndola primero, intentó, con palabras lisonjeras, conseguir que bebiera, el bebé tiró la botella al suelo y tembló de pies a cabeza.

-¡El colmillo! -gritó Hans; golpeaba a Antón en la cabeza con su taza vacía-. Lo está sacando torcido, diría yo.

-¡Listo! -replicó Lena, sacándole la lengua. Y cuando él se apresuró a imitarla, gritó a toda voz-: ¡Madre, Hans me está haciendo muecas!

-Está bien -dijo Hans-, sigue aullando y esta noche, en la cama, esperaré a que te hayas dormido, me deslizaré, te cogeré del brazo y te lo retorceré hasta... -Se inclinó sobre la mesa para hacerle a Lena las más horribles muecas, sin advertir que Antón estaba de pie, detrás de su silla, hasta que el pequeño avanzó y escupió en la cabeza afeitada de su hermano.

-¡Ay, ay, ay!

La Niña que estaba cansada los separó a empujones, los enfundó en sus abrigos y los sacó de la casa.

-¡Deprisa, deprisa, que ha tocado la segunda campana! -los azuzaba, consciente de que les estaba mintiendo, pero harto satisfecha por ello.

Lavó los cacharros del desayuno y luego bajó al sótano a buscar las patatas y las remolachas. «¡Qué lugar tan divertido y tan frío, la carbonera! Las patatas depositadas en un rincón; las remolachas, en una vieja caja de velas; dos barriles de coles y una masa retorcida de raíces de dalia, que parecen tan reales como si estuvieran peleándose entre sí», pensó la Niña. Amontonó las patatas en su falda, buscándolas grandes y con pocos retoños, porque eran más fáciles de pelar, e, inclinada sobre el oscuro montón en el silencio del sótano, empezó a cabecear.

-Vamos, ¿qué estás haciendo ahí? -gritó la señora desde lo alto de la escalera-. El bebé se ha caído delbanco y tiene un chichón como un huevo encima del ojo. ¡Sube, ya te enseñaré yo!

-¡No he sido yo, no he sido yo! -gritaba la Niña bajo la paliza que la llevaba de un lado a otro del pasillo, de modo que las patatas y las remolachas se le cayeron rodando de la falda. La señora parecía tan alta como un gigante, y había en sus movimientos cierta pesadez que resultaba aterradora para alguien tan pequeño.

-Siéntate en ese rincón y pela y lava las verduras, y que el niño se esté callado mientras lavo la ropa.

Lloriqueando, obedeció, pero era imposible conseguir que el niño se callara. Tenía la carita abrasada y la cabeza cubierta de pequeñas gotas de sudor; estaba tieso y lloraba. Se lo puso sobre las rodillas, con un barreño de agua fría al lado, para las verduras limpias, y el «cubo de los patos» para las mondaduras.

-Ta... ta... ta... -canturreaba mientras raspaba y limpiaba las hortalizas-, pronto habrá otro y no podréis llorar los dos a la vez. ¿Por qué no te duermes, bebé? Yo que tú, lo haría. Te contaré un sueño. Había una vez un caminito blanco...Sacudió la cabeza, se le hizo un gran nudo en la garganta y por la cara empezaron a rodarle lágrimas que caían sobre las verduras.

-Es inútil -dijo la Niña según se las secaba-. Deja de llorar hasta que termine con esto, niño, y te pasearé por el cuarto. Pero para entonces tenía que tender fuera la ropa lavada por la señora. Se había levantado el viento. De puntillas en el patio, sintió que casi se la llevaba. Había un mal olor que venía del corral de los patos, encharcado de agua y estiércol, pero a lo lejos, en el prado, vio que la hierba se agitaba como pequeños cabellos verdes. Y recordó que le habían hablado de una niña que una vez estuvo jugando todo un día en un prado como aquel. Para comer tenía salchichas auténticas y cerveza... y no había sentido el menor cansancio.

¿Quién le había contado aquella historia? No podía recordarlo; y, sin embargo, era tan sencilla... La ropa húmeda le golpeaba la cara mientras la tendía. Bailaba y se agitaba en la cuerda, se arqueaba y se retorcía. Volvió a la casa andando a paso lento, mirando con nostalgia la hierba del prado.

-Por favor, ¿qué tengo que hacer ahora? -dijo.

-Haz las camas y cuelga el colchón del bebé en la ventana; luego, coge el cochecito y llévatelo a pasear un rato por el camino. Delante de la casa, fíjate bien... donde yo pueda verte. ¡No te quedes ahí con la boca abierta! Luego, cuando te llame, entra y me ayudas a cortar la ensalada.

Cuando hubo hecho las camas, la Niña se quedó de pie mirándolas. Ahuecó suavemente la almohada con la mano y entonces, solo por un momento, reposó en ella la cabeza. De nuevo el doloroso nudo en la garganta, las estúpidas lágrimas que caían y seguían cayendo mientras vestía al bebé y arrastraba el cochecito camino arriba, camino abajo. Pasó un hombre guiando un carro de bueyes. Llevaba una pluma larga y extravagante en el sombrero e iba silbando. Del pueblo venían dos chicas con hatillos a la espalda; una lleva-ha en la cabeza un pañuelo rojo y la otra, uno azul. Reían, cogidas de la mano. Entonces el sol empujó hacia un lado un pesado pliegue de nubes grises y derramó una cálida luz amarilla por encima de las cosas. «Tal vez -pensó la Niña que estaba cansada-, si me alejara lo bastante por este camino, llegaría a uno pequeñito, blanco, con altos árboles negros a cada lado... un caminito...»

-¡La ensalada, la ensalada! -gritó la voz de la señora desde la casa.

Al poco rato llegaron los niños de la escuela, comieron, el Hombre tomó, además de la suya, la porción de budín de la señora, y los tres niños parecían dedicados a embadurnarse con todo lo que comían. Luego, vuelta a fregar los platos, a limpiar y atender al bebé. Así se arrastró la tarde, fríamente, hasta su fin.

La vieja Frau Grathwohl entró con un pedazo de carne de cerdo fresca para la señora, y la Niña las oyó chismorrear.

-Anoche la cigüeña visitó a Frau Manda y le trajo una niña. ¿Cómo. se siente usted?

-Esta mañana vomité dos veces -dijo la señora-. Tengo entortijadas las entrañas de tener niños tan seguido.

-Veo que cuenta con una nueva ayuda -comentó la vieja Grathwohl.

-¡Oh, Dios mío! -la señora bajó la voz-. ¿No la conoce? Es la hija natural... la hija de la camarera de la estación del ferrocarril. Sorprendieron a su madre cuando intentaba hundirle la cabeza en el aguamanil; la niña ha quedado medio tonta.

-¡Ta... ta... ta! -musitó la «hija natural» al bebé.

A medida que el día iba avanzando, la Niña que estaba cansada ya no sabía cómo combatir el sueño.

Tenía miedo de sentarse y miedo de estar de pie. Cuando se sentó a cenar, el Hombre y la señora parecieron hincharse hasta alcanzar un tamaño inmenso y luego hacerse más pequeños que muñecos, con diminutas voces que parecían llegar del otro lado de la ventana. Al mirar al bebé, tan pronto tenía dos cabezas como ninguna. Hasta su llanto le hacía sentirse peor. Cuando pensó en la proximidad de la hora de acostarse, se estremeció de alegría. Pero hacia las ocho se oyeron ruedas en el camino y entró un grupo de amigos a pasarla velada. Y entonces: -Pon el café.

-Tráeme la lata de azúcar.

-Trae las sillas del dormitorio.

-Pon la mesa.

Y finalmente la señora la mandó a la habitación contigua, a cuidar del bebé.

Había un cabo de vela ardiendo en el candelero de esmalte. Mientras caminaba de un lado a otro, veía su gran sombra en la pared, como una persona mayor con un bebé crecido. ¿Cómo sería cuando llevara así dos niños?

-¡Ta... ta... ta! Érase una vez una niña que paseaba por un caminito blanco, con, ¡oh, con unos árboles negros, altísimos, a cada lado!

-¡Oye, tú! -gritó la voz de la señora- ¡tráeme la chaqueta nueva que está detrás de la puerta! Y cuando la llevó a la caldeada habitación, una de las mujeres dijo: Parece un búho. Las niñas como ella raramente tienen la cabeza en su sitio.

-¿Por qué no haces callar a ese niño? -dijo el Hombre, que había bebido suficiente cerveza como para sentirse muy valiente y dueño de la casa.

-Si no haces callar al niño, luego verás.

Se echaron a reír cuando ella tropezó al regresar al dormitorio.

-Creo que ni la Virgen María podría hacerlo callar -murmuró-. ¿Lloraba así Jesús cuando era pequeño? Si no estuviera tan cansada tal vez lo consiguiera, pero el bebé sabe que me quiero ir a dormir. Y aún habrá otro.  Echó al niño sobre la cama y se quedó mirándolo con horror. De la habitación de al lado llegaba el tintineo de los vasos y el cálido sonido de las risas. Y de pronto tuvo una idea hermosa, magnífica. Se rió por primera vez en el día, y aplaudió.

-¡Ta... ta... ta...! -dijo-, ¡quédate ahí, tonto! Te vas a dormir. Ya no llorarás ni te despertarás por la noche. Niño gracioso, pequeño, feo.

El bebé abrió los ojos y gritó con fuerza al ver a la Niña que estaba cansada. Ella oyó que la señora la llamaba desde la habitación de al lado.

--¡Un momento... está casi dormido! =gritó.

Y luego, suavemente, sonriendo, de puntillas, fue a buscar a la cama de la señora la almohada rosa, cubrió con ella el rostro del bebé y apretó con todas sus fuerzas mientras el niño gritaba. «Como un pato degollado retorciéndose», pensó. Entonces soltó un largo suspiro, cayó de espaldas al suelo y paseó por un caminito blanco con altos árboles negros a ambos lados, un caminito que no llevaba a ningún sitio y por donde no pasaba nadie, nadie en absoluto.

1 comentario:

  1. El caso Oliver tiene ya sentencia más de una década después de aquel episodio de la madre de Narón que mató a su hijo adolescente enfermo mental y luego ella se suicidó arrojándose al mar. El Tribunal Superior de Xustiza de Galicia (TSXG) ha dado la razón al marido y padre, el taxista Manuel Bouza, al que deberá indemnizar la Xunta con 36.000 euros por responsabilidad patrimonial al no haberse hecho cargo del menor. El Supremo había revocado una sentencia anterior del mismo tribunal, que desestimaba la pretensión de Bouza.

    Aquel episodio trágico ocurrió el 20 de marzo del 2000 cuando María Casal Montero, desequilibrada por no poder cuidar al hijo del matrimonio, que se había vuelto muy violento, decidió acabar con su vida y con la de su hijo. Fue una muerte anunciada, porque los padres, con su hijo, habían denunciado en rueda de prensa, días antes, que estaban desesperados porque la Xunta les había enviado a casa al muchacho y no podían con él.
    http://www.lavozdegalicia.es/noticia/galicia/2012/11/07/xunta-declarada-responsable-muerte-mujer-hijo/0003_201211G7P10995.htm

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