Caballeros 1

martes, 8 de mayo de 2012

Memoria de mis putas tristes.

Memoria de mis putas tristes es  una reflexión sobre la vejez, pero el relato se inscribe en el apasionante mundo del narrador. Aunque nunca se menciona, el escenario en el que se desarrolla la novela deducimos que es la ciudad de Barranquilla, en el estuario del río Magdalena, población próxima a Cartagena de Indias, donde el autor realizó sus primeros escarceos periodísticos, donde alternó con algunos de sus amigos más fieles; uno de ellos mencionado en el texto y descubrió la literatura contemporánea. Tampoco precisa el tiempo en el que se desarrolla el relato, aunque bien pudiera ser a comienzos de los años cincuenta. En la página 41 el autor narra sus cuarenta años y la novela finaliza cuando acaba de cumplir los noventa y uno. Sabemos también que el primer lance de amor del narrador en primera persona con una prostituta se produjo poco antes de los doce y en su característico afán de precisión, la muchacha que descubre, a la que llamará Delgadina, nombre que procede del romance tradicional de origen español trasplantado a las nuevas tierras, cumple sus quince años el día quince de diciembre. Al conocedor de la obra de García Márquez tampoco le resultarán ajenas algunas de sus precisiones históricas: “Había sido un niño consentido con una mamá de dones múltiples, aniquilada por la tisis a los cincuenta años, y con un papá formalista al que nunca se le conoció un error, y amaneció muerto en su cama de viudo el día en que se firmó el tratado de Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días y a las tantas guerras civiles del siglo anterior”. Este narrador que se autocalifica, de forma casi valleinclanesca, como “feo, tímido y anacrónico”, vive en una amplia casa colonial heredada de sus padres, de la que ha ido vendiendo casi todo, salvo la biblioteca, y asegura con orgullo que “nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque fuera para botarla a la basura”. Anotará en una libreta tales experiencias hasta superar las quinientas y abandonar la desbordante tarea.
Frecuentador de burdeles, estuvo a punto de casarse, pero dejó plantada a la novia el día de la ceremonia. Su afición, además de la lectura, es la música (como la del propio novelista) y se convierte en el crítico musical del periódico, además de columnista del mismo (aprovechará para aludir al censor que vigila, implacable, los textos a pie de redacción) tras haber sido profesor sin ningún interés por la docencia o hacia sus alumnos. La exageración, uno de sus métodos narrativos, se inicia ya con lo que definirá como “glorificación de la vejez” (pág. 13). Contará el paso del tiempo por décadas y, a diferencia de Kawabata, terminará su relato con el apasionamiento de un joven, porque “la edad no es la que uno tiene sino la que uno siente” (pág. 61). En una conversación franca con Casilda Armenta, de la que fue antiguo y repetido cliente, le confiesa: “es que me estoy volviendo viejo, le dije. Ya lo estamos, suspiró ella. Lo que pasa es que uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el mundo lo ve” (pág. 95). Esta tardía pasión se inicia a través de una celestina, Rosa Cabarcas, que constituye una pieza esencial en el engranaje del relato. Ella buscará a la muchacha que sólo cuenta catorce años, pero el anciano se limitará, en todos los encuentros, a dormir junto a ella, salvo en uno en la que le besará por todo el cuerpo. Su enlace y confidente acabará confesándole que también ella se ha enamorado de él. No intercambian palabra, salvo en una duermevela, cuando le adivinará una voz “plebeya”. Sus exaltadas manifestaciones amorosas se producirán en sus artículos de prensa. Allí escribe cartas de amor que van a ser leídas, incluso, por la radio, convirtiéndole en un personaje aún más popular. No faltará una cierta intriga que permitirá aludir a la corrupción política en la que se vive (un asesinato en el prostíbulo) que le alejará de la joven por unos meses y que le sumirá en la desesperación. Cuando vuelva a encontrarla descubrirá la transformación que se ha producido en su cuerpo. Pero el amor constituirá una exaltación sentimental, romántico en sus manifestaciones: “Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor”, asegura y aún va más lejos cuando afirma: “El sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor” (pág. 70).
Esta pasión senil le habrá llevado a manifestarse sin recato no sólo en sus textos periodísticos, sino montando en la bicicleta que le regalará, en plena ciudad y cantando a voz en grito. Hay algo de locura que no debe confundirse con senilidad. En alguna ocasión imaginará a Delgadina junto a él, en su propia casa, mientras descarga un aguacero tropical o está trajinando con los autores latinos que ha salvado. Su dominio del italiano (su madre le enseñó esta lengua) le llevará a traducir a Leopardi. Morir después de los cien años y de amor es el último deseo en esta confesión que es la novela. Su vida no ha sido apasionante, pero la salva, ya en la vejez, el amor tardío. Por otro lado, el montaje del relato no presenta fisuras, los personajes están trazados con fina ironía. ¿Y qué decir de su estilo? Uno no puede sino admirar la precisión léxica, el tratamiento de orfebre de la expresión. García Márquez sigue siendo, a mi entender, el mejor escritor actual de la lengua española. Habrá quienes le superen en otras facetas del arte, pero no hay palabra que sobre. La precisión con la que utiliza el léxico, la modulación de su prosa y sus rasgos chispeantes no tienen paragón. Su prosa sentenciosa y el adjetivo sorprendente son poéticos. No desdeña el barroco y se mece en él con las músicas más dispares, las que escucha, aprecia y aquí menciona.

Para seguir leyendo; AQUÏ

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