
Lejos de la imagen idílica y novelesca que se ha dado de las relaciones entre las tres religiones, tanto en al-Andalus como en la España cristiana, lo cierto es que las tres religiones se toleraron y se soportaron mientras ello fue posible y en tanto la contradicciones que la acuciaban no fueron demasiado extremas. Pero cuando estallaron esas contradicciones, especialmente a causa de la profunda crisis económica y social que atravesó Europa y la Península Ibérica en la segunda mitad del siglo XIV y cuyas secuelas perduraron hasta el fin de la Edad Media, los enfrentamientos entre los miembros de las tres religiones estallaron con virulencia, y acabaron con la expulsión primero de los judíos (1492) y después de los moriscos (1610).
Sefarad era para la mayoría de los judíos hispanos una pura entelequia, una ficción que sólo existía en su ideal de un espacio vital imposible y utópico. La realidad era bien distinta: los judíos suponían una minoría marginal, aunque algunos de ellos disfrutaban de una vida acomodada gracias a sus lucrativas actividades económicas, que vivía recluida en un gueto cada vez más cerrado y autárquico, en un restringido universo en el que el ideal que significaba Sefarad era una válvula de escape a una historia de victimismo y a una mitología desatendida.
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