Caballeros 1

martes, 26 de abril de 2011

Trabajando con Nelson.

Hace mucho tiempo, había un rey y una reina que convivían como camaradas en condiciones de igualdad y compartían todo, incluido el ferviente deseo de concebir un hijo. (Ello, claro está, resultaba mucho más fácil para el rey, ya que nunca tendría que enfrentarse a los trastornos del embarazo, al sufrimiento del parto y a los inconvenientes de la depresión puerperal. Podríamos, pues, calificar su anhelo de más indirecto que el de ella.) Pero, por más que el rey se empeñara en descargar sus más básicos instintos en la reina, seguían (o mejor dicho, seguía ella) sin descendencia.

Un día que la reina se bañaba en un río cercano, una rana saltó sobre un nenúfar próximo al lugar en el que se encontraba. A continuación, y para su gran sorpresa, se aclaró la garganta y habló.

—Aunque probablemente no sea una buena idea traer al mundo un nuevo ser humano —dijo el anfibio mensajero—, conozco vuestros problemas conceptivos y quisiera ayudaros. Si seguís mis consejos, no tardaréis en tener una criatura.
—¡Oh, qué feliz noticia! —gorjeó la reina—. ¿Qué debo hacer para prepararme rana? ¿Qué tengo qué hacer? ¡Dímelo!
—Lo mejor que puedes hacer es montártelo en plan natural. Y, por lo que más quieras, ¡aprende a relajarte! Haz ejercicio regularmente, consume más verduras y cereales y elimina las grasas animales de tu dieta. Más tarde, si es preciso, ya te recomendaré a alguien que pueda asesorarte correctamente durante la lactancia.

La reina siguió las indicaciones de la rana, y al siguiente ciclo lunar vio su cuerpo colonizado por la explotadora semilla de la monarquía.

Nueve meses después (y no lo olvidemos, tras considerable desgaste físico por parte de la reina), una saludable y rosada persona del sexo femenino entró a formar parte de la vida del castillo. Para su denominación se consideraron numerosos nombres neutros —tales como Connor, Tucker y Taylor— que minimizaran cualquier discriminación de tipo sexual que pudiera encontrar a lo largo de su carrera (ya que, auque había nacido princesa, sus padres jamás habrían consentido en limitar su futuro a una existencia inconsciente de ocio y privilegios). Tras consultar con unos cuantos asesores de imagen, decidieron bautizarla con el nombre de Rosamunda.

El rey se sentía tan feliz y tan orgulloso de su evidente potencia reproductora que dispuso la organización de un generoso banquete. De todos los rincones del reino llegaron invitados especiales a los que se agasajó con frutos exóticos, raras verduras y guisos integrales (aunque nadie osó probar la deliciosa paella de placenta). Entre todos los invitados, los más singulares eran doce mujeres mágicamente adiestradas a nivel profesional y célebres en todo el reino por la hegemonía que ejercían sobre el racionalismo analítico occidental. Tras el banquete, cada una de ellas se acercó a la persona recién nacida para bendecirla.

—Que esta incipiente mujer sea bendita con una imagen corporal bajo la que pueda sentirse confortable —dijo la primera.
—Que cuente con una mente analítica en la que también hallen cabida la intuición y la inspiración —dijo la siguiente.
—Que destaque por sus habilidades matemáticas —dijo la tercera, y así fueron pasando una tras otra.

Sin embargo, ya fuera por descuido o superstición, el rey no llegó a invitar al decimotercer miembro femenino de aquella hermandad sobrenatural, el cual, humillado por aquel desaire, se deslizó en la congregación y se escondió entre las sombras para rumiar su resentimiento. Cuando ya no pudo soportarlo más, se adelantó hasta el centro de la reunión y manifestó abiertamente sus emociones:

—¿Así que creéis que podéis crear la persona perfecta con vuestras bendiciones? ¡No mientras pueda yo evitarlo!

Y acercándose a la real cuna, espetó a la diminuta Rosamunda:—¡Así crezcas en el convencimiento de que jamás serás una mujer completa sin la presencia de un hombre, así alimentes las más absurdas esperanzas de perfección y felicidad en lo que se refiere a la felicidad de tu matrimonio y así te convertirás en un ama de casa aburrida, insatisfecha y descontenta!

Todos los presentes, presa del pánico, dejaron escapar una exclamación ahogada. ¿Cómo podía nadie mostrarse tan moralmente desajustado como para desear tan terrible suerte a una criatura indefensa? La decimotercera mujer emitió un alegre graznido de tintes maníacos y, haciendo caso omiso de los ruegos de los presentes, que la instaban a quedarse para resolver sus diferencias mediante el diálogo, desapareció en las tinieblas.

Felizmente para la pequeña Rosamunda, hacía largo tiempo que la decimotercera mujer mágica había rechazado el valor empírico del conocimiento científico y, como resultado, había olvidado cómo contar.

La vengativa hechicera no había advertido que la duodécima mujer mágica aún no había otorgado su bendición a la criatura. Y, si bien aquella sabia y amable hermana no podía deshacer lo ya hecho, sí podía atenuar el sufrimiento de tan terrible maldición. Acercándose a la preadulta, le dijo:

—Que cuando te aproximes a la cima de tu pubertad te pinches el dedo en una rueca y duermas durante cien años. Para entonces, quizá los hombres se encuentren más desarrollados y no halles tanta dificultad en encontrar un compañero existencial progresista y fortalecedor.

* Finn Garner, James, Más cuentos infantiles políticamente correctos, México, Océano, 1997, pp. 87-92.

2 comentarios:

  1. Erase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.

    Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.

    De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.

    - Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es -respondió.

    - No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques.

    Respondió Caperucita:

    - Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia y globalmente válida- que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.

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  2. Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.

    Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:

    - Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.

    - Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.

    - ¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!

    - Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.

    - Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y su modo indudablemente atractiva.

    - Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.

    - Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!

    Respondió el lobo:

    - Soy feliz de ser quien soy y lo que soy -y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.

    Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.

    Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnicos en combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.

    - ¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita.

    El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.

    - ¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capcidad de reflexión en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?

    Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.

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