Caballeros 1

martes, 13 de abril de 2021

Las mujeres.

https://www.elmundo.es/magazine/2002/143/1024658680.html


 Las mujeres que construyeron una nación como Estados Unidos


Tradicionalmente, la conquista del viejo Oeste americano se asocia al universo masculino. Sin embargo, una reciente investigación del National Geographic plasmada en un libro recoge las historias de cientos de mujeres que viajaron hasta allí para conseguir su independencia.

 
A por agua. Una de las granjeras del norte de Dakota realizando uno de sus múltiples quehaceres diarios.
 
 
Penosa travesía. Una familia de colonos descansa exhausta en medio de la nada antes de retomar el camino.
 
 
En casa. Un matrimonio y sus hijos posan en sus propiedades. Han plantado tres árboles para que, en el futuro, protejan la casa con su sombra
 
 
De gira. Una compañía teatral aprovechó el ferrocarril para actuar en los campamentos.
 

por Donna M. Lucey


El romanticismo asociado con el Oeste americano del siglo XIX permanece anclado en la imaginación popular. El vaquero solitario que cabalga por la pradera representa el arquetipo de ese país; el rudo individuo luchando por su supervivencia en un espectacular y bello paisaje natural. Se presupone que el mítico Oeste era un paraíso masculino, donde las mujeres enloquecían por las crueles condiciones del vasto territorio sin explorar: ventiscas, plagas de langosta, sequías, ataques de los guerreros nativos americanos y, sobre todo, la soledad. Sin embargo, el Oeste les proporcionó una oportunidad única. En aquellos tiempos no era habitual que una mujer soltera fuera una terrateniente, pero muchas viajaron hasta allí y reclamaron las 64 hectáreas de tierra gratis que les ofrecía el gobierno. Incluso en el territorio de Wyoming, antes de convertirse en un estado de la Unión, se les reconoció su derecho al voto.

Las mujeres partieron hacia el lejano Oeste, con o sin sus maridos, para tomar parte en el gran sueño americano. Se alojaron en diminutas cabañas, en tiendas de campaña o en chabolas con el suelo de tierra; salieron adelante con muy poco y prosperaron. Muchas de ellas relataron su experiencia en cartas y en diarios, incluyendo a la valerosa Algeline Ashley, que narraba: “Escribía sobre mi regazo con el viento agitando el carromato”. Entre i84i y i866, ella fue una de las 350.000 personas, en su mayoría jóvenes de entre i6 y 35 años, que se dirigieron hacia aquel territorio a bordo de una carreta. Algunas llegaron a recorrer 4.000 tortuosos kilómetros desde el río Misuri hasta Oregón o California.

Muchas mujeres no querían separarse de sus familias, conscientes de que posiblemente nunca más las volverían a ver y les acompañaron en la empresa. Otras se lanzaron al reto solas: “Me embargó el espíritu de la aventura y un deseo de ver todo aquello que era nuevo y extraño”, escribió Miriam Thompson, apenas una adolescente. A mitad de camino, ella y sus compañeras de viaje recibieron una preocupante advertencia: “Un hombre nos dio la consoladora información de que los indios nos matarían antes de llegar a Oregón” pero, según cuenta, encontraron a los nativos americanos “mejor de lo descrito”. De hecho, intercambiaban con ellos telas de algodón blanco por alimentos: salmón, trucha de montaña y carne de búfalo.

Sin embargo, a medida que aumentaba el número de blancos que convergía hacia los territorios nativos americanos, esta relación se agrió. Las manadas de búfalos, cruciales para la supervivencia de los indios, estaban siendo diezmadas y su ciclo de migración interrumpido. Las enfermedades como el cólera, la viruela o el sarampión, ante las que los nativos no tenían defensas, arrasaron las tribus. Los indios comenzaron a quemar las praderas que alimentaban el ganado de los inmigrantes y atacaron las caravanas. En septiembre de i857, una emigrante informó que unos comerciantes encontraron a una mujer a quien, tras cortarle la cabellera, habían dado por muerta. Sobrevivió, pero murió un año o dos después a causa de la “melancolía”.

Con los huesos rotos. La muerte se convirtió en una presencia constante, pero muchos más colonos fallecieron a causa de las enfermedades y los accidentes que por el ataque de los indios. A mediados del s. XIX, durante la fiebre del oro que atrajo a tantos aventureros hasta California, el cólera multiplicó las bajas entre los colonos. En junio de i852, Jane Kellogg escribió en su diario: “Todo el camino hasta el río Platte se ha convertido en un cementerio. A casi cualquier hora del día hay gente enterrando a sus muertos; en algunos lugares se pueden ver cinco o seis tumbas en fila. En un intento por evitar el cólera, una familia siguió el consejo de un viejo montañés añadiéndole salsa de pimienta a cada gota de agua que bebían”.

Viajar y vivir a la intemperie durante cinco o seis meses con bebés o con niños pequeños estaba lleno de peligros: el sol, que les producía ampollas; los insectos y sus picaduras; las lluvias torrenciales que dificultaban el tránsito de las carretas... pero las familias no se detenían ante nada. Los niños se caían de los carromatos y se rompían los huesos, se perdían entre los críos de centenares de otras familias y se metían en todo tipo de líos.

En una de estas caravanas, los integrantes enfermaron de tifus. Se perdieron en la enormidad del territorio inexplorado y se quedaron sin suministros. Mientras intentaban controlar la situación, un hombre sufrió un ataque al corazón. Su viuda, Ellen Smith, se quedó sola con nueve hijos. Entre ellos, un chaval cojo de seis años y una niña de i6 que estaba muy grave. Antes de morir, la adolescente le rogó a su madre que la enterrara en una tumba muy profunda para que su cadáver no pudiera ser devorado por los lobos. Los hombres la ayudaron a cavar, pero sus herramientas eran tan malas que se dieron por vencidos. Ellen, fuera de sí, siguió cavando la fosa. La estampa era tan patética que los hombres cogieron sus palas de nuevo. Después de enterrar a su hija, continuó el camino a pie con su retoño de seis años amarrado a un buey. No había tiempo para lamentaciones: tenía que sacar adelante a ocho niños. Se alimentaron con las musarañas que cazaban en los bosques y, finalmente, llegaron a Salem (Oregón). Tras la penosa travesía, Ellen reclamó sus tierras y con ayuda de sus hijos construyó una casa y comenzó una nueva vida.

A mediados del s. XIX, una oleada colonizadora sin precedentes arribó a California. No tenían interés por la tierra. Seguían el canto de sirena del oro. De la noche a la mañana surgieron los campamentos mineros en los que apenas había mujeres. En i850, no alcanzaban el 8% de la población de California pero, a pesar de que ellas no extraían el oro directamente, encontraron formas más seguras de hacer dinero. Una de estas empresarias fue Luzena Stanley Winston. Nada más llegar a la ciudad de tiendas de campaña de Nevada City, estudió la situación. Mientras su marido fue a buscar madera para construir un techo encima de su carromato, Luzena pasó a la acción. “Con mis propias manos corté las estacas y monté una mesa. Compré provisiones en un almacén cercano y cuando mi marido regresó por la noche, se encontró con 20 mineros en nuestra mesa. Cada hombre que se levantaba ponía un dólar en mi mano y me decía que contara con él como cliente fijo”.

Con el tiempo, Luzena llegó a atender hasta 200 clientes semanales y pudo contratar a un cocinero y camareros. Los mineros también le confiaban su botín. “Muchas noches he cerrado la puerta de mi horno con dos cántaros de leche llenos de bolsas de polvo de oro”. Poco después, se convirtió en prestamista. Un año y medio de prosperidad acabó convertido en humo. Un incendio arrasó el asentamiento y Luzena y su familia lo perdieron todo.

Clara Brown, una afroamericana que en el año i800 nació en la esclavitud, llegó a uno de estos campamentos en i857 tras obtener la libertad. Años antes, su marido y sus tres hijos habían sido vendidos a otro amo. Fue contratada como cocinera en un tren de caravanas que se dirigía hacia Pikes Peak, y recorrió a pie casi i.000 kilómetros hasta alcanzar los campos de oro. En i860, se estableció en Central City (Colorado), cuando todavía era una ciudad de tiendas de lona. Decidió abrir una lavandería, donde frotaba las camisas de los mineros por 50 centavos. Invirtió en propiedades y poco después había ahorrado i0.000 dólares. Su generosidad era legendaria: cuidaba a los enfermos, hospedaba a los viajeros y cedía su casa para los servicios religiosos.

Al terminar la guerra civil americana, regresó a Kentucky en busca de su familia, pero no los encontró. Volvió a Colorado con i6 afroamericanos que acababan de obtener la libertad y los ayudó a establecerse. Su tragedia personal tuvo un final feliz: a los 82 años, con la salud y su fortuna en declive, se reencontró con su hija y pasó sus últimos tres años de vida junto a su nieta.

El paraíso. Tras la guerra civil (i86i-65), hubo una nueva explosión migratoria para conseguir tierras. Las grandes llanuras que se extendían desde las Montañas Dakota al sur de Texas y de ahí hacia el Oeste, hasta las Montañas Rocosas, eran un territorio semi árido, conocido como el Gran Desierto Americano, y que, de pronto, eran descritas como un paraíso verde. Había un buen motivo para disfrazar la realidad. El ferrocarril se extendía por el Oeste, pero había un pequeño problema que el dueño de la Northern Pacific expuso claramente: “Puedes colocar los raíles hasta el Jardín del Edén pero ¿de qué sirve si los únicos habitantes son Adán y Eva?”. El Gobierno comenzó una campaña, no sólo en América sino alrededor del mundo, para poblar la zona. Sus agentes se extendieron por Europa y Rusia para atraer a los granjeros gracias al Homestead Act (la Ley de Protección de las Tierras de Colonización), de i862: por i0 dólares (y una pequeña comisión), todo hombre o mujer, casado o soltero, podía reclamar 64 hectáreas de tierra gratuita. El único requisito era vivir en ellas y trabajarlas durante cinco años.

A pesar de las primitivas condiciones de vida, las mujeres reclamaron sus tierras con ahínco. En i886, un testigo estimaba que las mujeres eran las dueñas de una tercera parte de los terrenos de Dakota. Esposas, hermanas e hijas solicitaban la tierra adjunta a la propiedad de sus padres para crear una granja más grande, puesto que una familia apenas podía sobrevivir con 64 hectáreas. Algunas consideraban las parcelas como una inversión. Tras conseguirlas, optaban por venderlas. Otras ansiaban tener su propio hogar, como Elinore Rupert, una joven viuda con una hija de dos años, que había sobrevivido en Denver como lavandera. Su sueño era cambiar “el ruido, el estrépito, el deslumbramiento y el hollín, los olores y las prisas” de la vida urbana por “la dulce y liberadora vida campestre”. Insertó un anunció en el periódico ofreciéndose como ama de llaves en un rancho y se aseguró un puesto en Burnt Fork, un diminuto enclave al suroeste de Wyoming. Su patrón era Clyde Stewart, un ranchero escocés del cual escribió: “El Sr. Stewart no me supone problema alguno. Tan pronto almuerza o cena, se retira a su habitación a tocar la gaita. Me paso el día escuchando The Campbells are Coming (Que llegan los Campbell) una canción popular escocesa, sin ninguna variación, durante cualquier momento del día y de siete a once de la noche. A veces deseo que los Campbell lleguen de una vez”.

Sin embargo, debió de cogerle cariño a la canción porque, a las seis semanas de su llegada, se casó con Stewart, aunque ella le dejó clara su intención de reclamar sus propias tierras. “No me habría casado con él de no ser porque me prometió que me dejaría enfrentarme sola a todas las dificultades para obtener mi terreno. Quería vivir esa experiencia”.

Elinore ordeñaba las vacas, cuidaba las gallinas y los pavos, segaba el heno, cultivaba grandes parcelas de patatas y otros vegetales y dio a luz a tres hijos. Creía que la vida del pionero era un antídoto contra las enfermedades urbanas. “Cuando leo los malos tiempos que atraviesan los pobres de Denver, me entran ganas de decirles que se vengan aquí para reclamar sus tierras”, escribió, “pero comprendo que el temperamento tiene mucho que ver con el éxito... y las personas que le tienen miedo a los coyotes, al trabajo y a la soledad es mejor que no se dediquen a un rancho. Al mismo tiempo, le digo a cualquier mujer capaz de aguantar su propia compañía, que desee presenciar la belleza de un atardecer, que le guste hacer crecer las cosas y que esté dispuesta a invertir tanto tiempo en un trabajo esmerado como lo hace sobre el lavadero, que tendrá éxito sin duda alguna: gozará de independencia, tendrá de sobra para comer todo el tiempo y finalmente poseerá su propio hogar”.

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