Caballeros 1

lunes, 30 de enero de 2012

Quevedo Salinas.

Salinas "Y que me vive/ otro ser por detrás de la no muerte!
Amor constante más allá de la muerte




Cerrar podrá mis ojos la postrera                            
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera:
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.



El tema es el título. Quevedo  presenta como eterno lo  vital. El amor está concebido como  una realidad  inmutable, incondicionada, un valor absoluto del amor . ¿Dónde reside el amor? Entre el alma y el cuerpo  la elección es imposible.
El tema es de abolengo clásico, recreado por toda la poesía del animismo a lo largo del siglo xvi: las meditaciones in morte de Petrarca catapultaron los venerables recuerdos de los elegiacos latinos para que Garcilaso, Cetina, Herrera… reescribieran su pasión. Quevedo, una vez más, tensa el modelo a través de la hipérbole y lo colorea con su propia voz.
 La concepción amorosa en este poema  presenta  la pasión interior sublimada, significada en el alma,el elemento «espiritual» humano —el mayor logro ideológico de la nueva época— no quiere acompañar al cuerpo en su caducidad.
La temporalidad del poema es extrañísima: «se anuncia —dice Molho— a partir de un lugar temporal que se anterioriza al conjunto de los futuros, aunque sin coincidir con el presente de locución». «Con todo, a él se refiere la memoria del ardor amoroso en un tiempo anterior al de la muerte (dejará la memoria en donde ardía). A ese mismo presente inhabitado o ficticio se refieren las anterioridades aspectuales del primer terceto: ‘ha sido’, ‘han dado’, ‘han gloriosamente ardido’». También es el lugar de un presente gnómico: «Nadar sabe mi llama la agua fría».
También resulta extraña la geografía del poema: el espacio que abre y el que imagina, particularmente la geografía de la muerte y del más allá. Quevedo —no hace falta recordarlo— era un auténtico experto en la recreación de espacios fantásticos, a partir de su empapamiento sacro-religioso. Gustaba sobremanera de recrear habitáculos para el hormiguero humano y figuras histriónicas para el diablo y sus alrededores, lo que documentaba tanto en la doctrina bíblica y en su lectura de los clásicos como en su fértil imaginación, en estos casos. Pero la creación del vacío y de la nada solo le sedujo —le asustó hasta el vértigo— en el caso de las galerías interiores, que como hombre del siglo xvii había descubierto, pero no había explorado. Para asomarse a aquellos espacios interiores tenía que renunciar, claro está, a su recalcitrante y violento organicismo, desde el que nada de todo aquello se podría admitir fácilmente. He aquí, sin embargo, al «intelectual» que reacciona ante cualquier estímulo histórico e intenta asumir desde su condición ideológica lo que percibe, siente y conoce.
En ese resuelto abandono de las connotaciones sacras, que dejan una posible huella en los usos yertos de «dios», «gloria», etc., para sumirse en las galerías del alma, existe, como resulta evidente, una afirmación histórica más allá de los primeros deslumbramientos petrarquistas: en el lugar de los efectos amorosos —el alma—, explorado hasta el agotamiento por los dolientes enamorados del siglo xvi, se han abierto galerías que llevan hacia el pánico del infinito. La mirada interior no se detiene en el hermoso relieve de la amada, cuyo gesto quedó grabado para siempre, sino que se pierde en un sinfín de galerías que no se sabe hacia dónde conducen.


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