Caballeros 1

jueves, 19 de noviembre de 2020

Patricia Estebán Erlés. Sobre Asunta.

 Me fijé en el azul de las paredes del piso donde vivían madre e hija. Un capítulo del documental de Netflix se rodó en el interior del piso, que tenía las puertas de las habitaciones lacadas en blanco. Contrastaban mucho con el azul intenso, cián, que seguramente eligió ella, la mujer que hoy se ha suicidado en la cárcel con un cinturón de bata. Le gustaba leer y escribir, dicen las guardianas de la prisión. Anotaba cosas en su diario, que ahora se investiga. Me llamó la atención el tono de la pared, que hacía pensar que allí vivía alguien con cierto sentido estético, con cierta gracia a la hora de decorar su vida.

Ese azul combinaba perfectamente con el moño de bailarina de ballet de Asunta, con su habitación de hija única y el violín, con las clases de inglés en una academia de las caras. La niña china adoptada por dos abogados norteños, una de tantas criaturas que fueron llegando a Europa después de la emisión de un documental espeluznante que mostraba cómo se dejaba morir a las crías indeseadas, enfermas, en una habitación cerrada a cal y canto, que no era de ese azul tan bonito, tan de señora bien que prueba varias muestras en la pared y retrocede unos pasos y mira y señala uno de los tonos sin dudar.
Asunta era superdotada y muy bella. Tenía ya la elegancia sencilla de la muchacha que iba a ser, que estuvo a punto de ser. Sonreía serena en las fotos, se abrazaba a su madre, envuelta en un tutú de gasa pálida. Hay muchas grabaciones de ella tocando el piano, ensayando un paso de ballet clásico. Muchas imágenes de la alumna modélica que iba drogada a clase, porque la señora que escribía sus días en prisión y elegía tan bien el mejor de los azules posibles, estaba probando las dosis, alejándose unos pasos para observar los efectos del medicamento en la huérfana que se trajo a casa cuando tocaba ser madre y presumir de bebé exótico, de su buen corazón. Asunta escribía cuentos de terror en un inglés perfecto, encriptaba sus miedos en la lengua de pago y los subía al blog. Sus clases de extraescolares le sirvieron para lanzar un mensaje en una botella y contarle a un lector imaginario el asesinato de sus abuelos, porque era demasiado lista y sospechaba que había habido algo raro en esas muertes tan próximas en el tiempo. Asunta viajaba en coche con sus asesinos, que la sedaban en las comidas, que compraban cuerdas naranjas y elegían también el cojín adecuado, el día propicio, que urdían coartadas un segundo después de dejarla en la puerta de la academia de danza, mientras aún podían verlar caminar titubeante. A veces pienso en ella, en el horror de ser tan inteligente como para saber que algo andaba mal, que ellos eran los responsables de su sopor inexplicable, que tramaban algo y nadie iba a creerla porque el azul, hay que ver, qué azul tan bonito para pintar una pared.
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