Caballeros 1

martes, 3 de noviembre de 2020

Escritoras y gótico norteamericano del siglo XIX

  La literatura gótica norteamericana del siglo XIX abunda en autoras prestigiosas. Muchos de los relatos de autoras como Emily Dickenson- Charlotte Perkinson, Kate Chopin y Edith Wharton... recurren numerosas veces a la temática de la muerte, al cultivo del gótico doméstico y al empleo del cuerpo de la mujer como símbolo de alteridad o de lo monstruoso. Las escritoras utilizan el género gótico como expresión literaria de su denuncia sobre la invisibilidad, la violencia y la opresión social, política y emocional que se ejercía sobre la mujer en su época. El mundo fantasmagórico gótico les permite dramatizar sus pesadillas y la convulsa realidad de la mujer decimonónica. De esta forma, se produce la dualidad, el necesario desdoblamiento de la realidad para que, a través del miedo, la catarsis, la purga, el dolor y el placer de su lectura podamos alcanzar la auténtica verdad de la experiencia, en este caso, de las mujeres que nos precedieron en otros mundos y en otras épocas.

I: Memento mori.


Emily Elizabeth Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830 - 1886), Poemas, selección y traducción de Silvina Ocampo, Tusquets Editores, Buenos Aires, 2011

Oí zumbar una mosca - al morir
la quietud del cuarto
era como la quietud del aire -
entre los sobresaltos de la tormenta -

los ojos que me rodeaban - se habían vaciado -
las respiraciones se unían firmes
para la última ceremonia - en que el Rey
aparecería - en el cuarto -

yo había legado mis recuerdos - legado
todo lo que podía transferir de mí
fue en ese momento cuando se interpuso una mosca -

con azul zumbaba - indecisa tropezaba -
entre la luz - y yo -
y luego las ventanas declinaron - y luego
no pude ver para ver -

I heard a Fly buzz - when I died -
The Stillness in the Room
Was like the Stillness in the Air -
Between the Heaves of Storm -

The Eyes around - had wrung them dry -
And Breaths were gathering firm
For that last Onset - when the King
Be witnessed - in the Room -

I willed my Keepsakes - Signed away
What portion of me be
Assignable - and then it was
There interposed a Fly -

With Blue - uncertain stumbling Buzz -
Between the light - and me -
And then the Windows failed - and then
I could not see to see -

Sentí un funeral en mi cerebro,
los deudos iban y venían
arrastrándose -arrastrándose -hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente –

y cuando todos estuvieron sentados,
una liturgia, como un tambor –
comenzó a batir -a batir -hasta que pensé
que mi mente se volvía muda –

y luego los oí levantar el cajón
y crujió a través de mi alma
con los mismos botines de plomo, de nuevo,
el espacio -comenzó a repicar,

como si todos los cielos fueran campanas
y existir, sólo una oreja,
y yo, y el silencio, alguna extraña raza
naufragada, solitaria, aquí –

y luego un vacío en la razón, se quebró,
caí, y caí –
y di con un mundo, en cada zambullida,
y terminé sabiendo -entonces –

 

I felt a Funeral, in my Brain,
And Mourners to and fro
Kept treading – treading – till it seemed
That Sense was breaking through –

And when they all were seated,
A Service, like a Drum –
Kept beating – beating – till I thought
My mind was going numb –

And then I heard them lift a Box
And creak across my Soul
With those same Boots of Lead, again,
Then Space – began to toll,

As all the Heavens were a Bell,
And Being, but an Ear,
And I, and Silence, some strange Race,
Wrecked, solitary, here –

And then a Plank in Reason, broke,
And I dropped down, and down –
And hit a World, at every plunge,
And Finished knowing – then –

 

 

II El gótico doméstico.

   Aquí encontramos las convenciones obre el papel que debe desarrollar la mujer en la sociedad. Las paradojas sobre el matrimonio, la obediencia, la maternidad... Muchos textos góticos muestran el hogar como un espacio opresivo, un mundo mínimo que aísla y fustra a las autoras o a las protagonistas de las historias.

   A este tipo de historias pertenece El tapiz amarillo de Charlotte Perkins Gilman.

"El tapiz amarillo" es el diario secreto de una mujer que, debilitado su gusto por el matrimonio y la maternidad, es obligada a una cura de reposo en el campo para remediar su «condición nerviosa». Encerrada en su habitación, la protagonista crea una realidad propia.


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III El cuerpo de la mujer.

   El cuerpo de la mujer se concibe como monstruoso, como otro, generador de inestabilidad psíquica para la mujer. La adolescencia, el mestizaje...los ámbitos del tabú social del momento.

   Un ejemplo de esta narrativa sería el relato de Kate Chopin "El hijo de Desiree"

Como era un día agradable, Madame Valmondé decidió ir hasta L’Abri a visitar a Désirée y su pequeño hijo.
Pensar en Désirée con un bebé la hacía sonreír. Le parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde que Désirée fuera, ella misma, una criatura; desde que Monsieur, al salir a caballo del portón de Valmondé, la hubiese encontrado dormida bajo la sombra de una gran columna de piedra.
La pequeña despertó en los brazos de Monsieur y empezó a gritar, llamando a «Dada». No sabía hacer ni decir nada más. Algunos pensaron que quizá, en forma espontánea, había caminado sola hasta ese lugar, pues ya tenía edad como para dar sus primeros pasos. Otros creían que había sido abandonada por una banda de tejanos, cuya carreta cubierta de lona, tarde aquel día, había cruzado en la balsa de Coton Maïs, un poco más abajo de la plantación. Con el tiempo, Madame Valmondé dejó de lado todas las especulaciones, excepto que Désirée le había sido enviada por la bondadosa Providencia para que ella la amara, ya que no tenía hijos de su propia sangre. Y la niña creció para convertirse en una joven dulce, bella, cariñosa y sencilla, la predilecta de Valmondé.
A nadie sorprendió, pues, que un día en que Désirée se hallaba recostada contra la columna de piedra —bajo cuya sombra había dormido dieciocho años antes—, Armand Aubigny, paseando a caballo y viéndola allí, se hubiese enamorado de ella. Ésa era la manera como todos los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Lo increíble era que no se hubiese fijado en ella antes, pues la conocía desde que su padre lo había traído de París, apenas un niño de ocho años, después de la muerte de su madre en aquella ciudad. La pasión que se despertó en él aquella mañana, cuando la vio en el portón, avanzó igual que una avalancha o un incendio en el bosque, como algo inefable que no se detiene ante ningún obstáculo.
Pero Monsieur Valmondé era un hombre práctico y quería que todo fuera debidamente examinado; por ejemplo, el origen desconocido de la muchacha. Armand la miró a los ojos y no le importó. Se le recordó que ella no tenía apellido. ¿Qué podía importar un nombre cuando él podía darle uno de los más antiguos y rancios de Louisiana? Encargó los regalos de casamiento a París, y esperó impaciente a que llegaran; entonces se llevó a cabo la boda.
Hacía cuatro semanas que Madame Valmondé no veía a Désirée y a su hijo. Al llegar a L’Abri, como siempre le sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era un lugar triste, que durante muchos años no había conocido la dulce presencia de una mujer, de una dueña. El viejo Monsieur Aubigny se había casado y había enterrado a su esposa en Francia; y Madame Aubigny había amado demasiado su tierra como para alejarse de ella.
El techo caía en pendiente inclinada, negro como capucha de monje, y bajaba más allá de las amplias galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su lado se erguían robles altos y austeros, cuyas largas y frondosas ramas ensombrecían la casa como un paño mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además: bajo su mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que habían disfrutado en los tiempos plácidos e indulgentes del viejo amo.
La joven madre se recuperaba lentamente y yacía recostada, entre muselinas y encajes, en un canapé. El bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se había dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada frente a la ventana, abanicándose.
Madame Valmondé inclinó su corpulenta figura sobre Désirée y la besó, mientras la abrazaba con ternura un instante. Enseguida miró al niño.
—¡Éste no es el niño! —exclamó en tono sobresaltado. El francés era el idioma que se hablaba en esos días en Valmondé.
—Sabía que te ibas a sorprender —rió Désirée—, por la manera en que ha crecido. ¡El pequeño cochon de lait! Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No es cierto, Zandrine?
La mujer inclinó majestuosamente la cabeza cubierta por un turbante: —Mais si, Madame.
—Y su manera de llorar —continuó Désirée— aturde a todos. El otro día, sin más, Armand lo oyó desde la cabaña de La Blanche, que está tan lejos de aquí.
Madame Valmondé no le había quitado los ojos de encima al pequeño en ningún momento. Lo alzó en brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada. Lo examinó con cuidado y miró inquisitiva a Zandrine, que había desviado la cara para contemplar la campiña.
—Sí, el niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame Valmondé, despacio, mientras lo colocaba de nuevo al lado de su madre—. ¿Qué dice Armand?
El rostro de Désirée resplandeció de felicidad.
—¡Ah! Armand es el padre más orgulloso del condado, estoy segura. Sobre todo porque es un varón, que llevará su nombre, aunque dice que no..., que hubiera querido igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo dice para complacerme. Y, mamá... —agregó, atrayendo a Madame Valmondé hacia ella y hablando en voz baja—, no ha castigado a ninguno de ellos, a ninguno de ellos, desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que fingía haberse quemado la pierna para no trabajar... Armand sólo se rió y dijo que Negrillon era un gran pillo. ¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz!
Lo que decía Désirée era verdad. El matrimonio y luego el nacimiento de su hijo habían ablandado la naturaleza arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto era lo que hacía tan feliz a la dulce Désirée, pues ella lo amaba con pasión. Cuando él arrugaba la frente, ella temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él sonreía, no había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún enojo había desfigurado el semblante moreno y atractivo de Armand desde el día en que se había enamorado de Désirée.
Cuando el bebé tuvo alrededor de tres meses, Désirée se despertó una mañana con la sensación de que había algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado sutil para captar su sentido. Se trataba sólo de una insinuación inquietante, un aire de misterio entre los negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían justificar sus visitas. Luego, un cambio extraño y terrible en el comportamiento de su marido, que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse a ella, él desviaba los ojos, despojados del destello amoroso de antaño. Se ausentaba del hogar; y cuando estaba en casa, eludía su presencia y la del bebé, sin ninguna excusa. Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su trato con los esclavos. Désirée se sentía tan desgraciada que deseaba morir.
Una tarde calurosa estaba sentada en su habitación, en salto de cama, retorciendo indiferente entre los dedos el largo y sedoso cabello que le caía sobre los hombros. El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de Désirée, un gran lecho semejante a un suntuoso trono, con el dosel revestido en satén. Uno de los pequeños mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba de pie refrescando despacio al niño con un gran abanico de plumas de pavo real. Los ojos de Désirée se habían posado con tristeza, distraídamente, en el niño, mientras se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que sentía cernirse sobre ella. Miró primero a su hijo y luego al niño que estaba de pie a su lado, y de éste a su hijo, una y otra vez. «¡Ah!» No pudo sofocar el grito. Es más, ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado en voz alta. La sangre se le heló en las venas y un sudor húmedo le empapó el rostro.
Intentó hablarle al pequeño mestizo, pero ningún sonido salió al principio de sus labios. Al oír su nombre, él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a un lado el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó, descalzo, por el piso lustroso, de puntillas.
Ella permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su hijo, mientras su rostro se convertía en la imagen misma del terror.
Poco después, su marido entró en el aposento. Se acercó a la mesa y, sin prestarle atención, empezó a buscar entre los varios papeles que la cubrían.
—Armand —lo llamó, en un tono de voz que hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no se dio cuenta—. Armand —repitió. Entonces fue hacia él, tambaleándose—. Armand —dijo, una vez más, con sonidos entrecortados—, mira a nuestro hijo. ¿Qué significa? Dime.
Fríamente, pero con suavidad, él desprendió uno a uno los dedos que asían su brazo y le apartó la mano.
—¡Dime qué significa! —gritó, desesperada.
—Significa —le respondió, gentilmente— que el niño no es blanco; significa que tú no eres blanca.
La comprensión inmediata del sentido de aquella acusación le dio inusitadas fuerzas para defenderse.
—Es mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi cabello, es castaño. Mis ojos son grises, Armand. Tú sabes que son grises. Y mi piel es clara —dijo, tomándolo de la muñeca—. Mira mis manos, más blancas que las tuyas, Armand —rió histéricamente.
—Tan blancas como las de La Blanche —replicó con crueldad, y se fue, dejándola sola con el niño.
Cuando ella pudo sostener una pluma en sus manos, le escribió una carta desesperada a Madame Valmondé.
«Madre, me dicen que no soy blanca. Armand me ha dicho que no soy blanca. Por amor de Dios, diles que no es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré. Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo.»
La respuesta fue breve:
«Mi querida Désirée: regresa a Valmondé, regresa a tu madre que te quiere. Ven con tu hijo.»
En cuanto llegó la carta, Désirée la llevó al estudio de su marido y la puso sobre el escritorio delante de él. Ella parecía una estatua de piedra: callada, pálida, inmóvil.
En silencio y fríamente, él recorrió con la vista las palabras escritas. No dijo nada.
—¿Debo ir, Armand? —preguntó. El suspense en la voz delataba su angustia.
—Sí, vete.
—Quieres que me vaya.
—Sí, quiero que te vayas.
Armand pensaba que Dios había sido injusto y cruel con él; y sentía, de algún modo, que le pagaba al Señor con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón de su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido la injuria, por inconsciente que fuera, con la que ella había manchado su casa y su nombre.
Ella le dio la espalda como si la hubiesen aturdido de un golpe y caminó despacio hacia la puerta, con la esperanza de que la volviese a llamar.
—Adiós, Armand —gimió.
Él no le respondió. Fue su última venganza contra el destino.
Désirée salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba paseando al niño por la lúgubre galería. Lo tomó de los brazos de la nodriza sin ninguna explicación y descendió los escalones y se alejó bajo las frondosas ramas de los robles siempre verdes.
Era una tarde de octubre; el sol empezaba a hundirse en el horizonte. Afuera, en el campo, los negros recogían algodón.
Désirée no se había cambiado el salto de cama, blanco y fino, ni las chinelas que llevaba puestas. Nada cubría sus cabellos, y los rayos de sol arrancaban destellos dorados de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino ancho y transitado que conducía a la distante plantación de Valmondé. Caminó a través de un campo desierto, donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados tan delicadamente, e hizo trizas su camisón vaporoso.
Desapareció entre los juncos y los sauces que crecían enmarañados a orillas del profundo e indolente pantano; y nunca más regresó.
Semanas después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa escena. En el centro de un patio posterior, barrido con pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde dominaba el espectáculo; era él quien repartía, entre una media docena de negros, el material que mantenía vivo el fuego.
Una elegante cuna de madera de sauce, con todos sus primorosos adornos, fue puesta en la pira, que ya había sido alimentada con la suntuosidad de un magnífico ajuar de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a éstos, otros de raso y de terciopelo; encajes, también, y bordados; sombreros y guantes, pues la corbeille había sido de excepcional calidad.
Lo último en desaparecer entre las llamas fue un pequeño manojo de cartas; inocentes garabatos diminutos que Désirée le había mandado durante los días de su vida en común. Quedaba una hoja suelta en la parte de atrás del cajón de donde había tomado el manojo. Pero no era de Désirée. Pertenecía a una vieja carta de su madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su madre le agradecía a Dios por haberla bendecido con el amor de su esposo.
«Pero, sobre todo», había escrito, «agradezco noche y día al buen Dios por haber dispuesto de tal manera nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá que su madre (quien lo adora) pertenece a la raza que ha sido marcada a fuego con el estigma de la esclavitud».


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