Carta XLVI
Ben-Beley a Nuño
Cada día me agrada más la noticia de la continuación de tu amistad con Gazel, mi discípulo. De ella infiero que ambos sois hombres de bien. Los malvados no pueden ser amigos. En vano se juran mil veces mutua amistad y estrecha unión; en vano uniforman su proceder; en vano trabajan unidos a algún objeto común: nunca creeré que se quieren. El uno engaña al otro, y éste al primero, por recíprocos intereses de fortuna o esperanza de ella. Para esto, sin duda necesitan ostentar una amistad firmísima con una aparente confianza. Pero de nadie se desconfían más que el uno del otro, porque el primero conoce los fraudes del segundo, a menos que se recaten mutuamente el uno del otro; en cuyo caso habrá mucha menor franqueza y, por consiguiente, menor amistad. No dudo que ambos se unan muy de veras en daño de un tercero; pero perdido éste, los dos inmediatamente riñen por quedar uno solo en posesión del bocado que arrebataron de las manos del perdido; así como dos salteadores de camino se juntan para robar al pasajero, pero luego se hieren mutuamente sobre repartir lo que han robado. De aquí viene que el pueblo ignorante se admire cuando ve convertida en odio la amistad que tan pura y firme le parecía. «¡Alá! ¡Alá!, dicen: ¿quién creyera que aquellos dos se separaran al cabo de tantos años? ¡Qué corazón el del hombre! ¡Qué inconstante! ¿Adónde te refugiaste, santa amistad? ¿Dónde te hallaremos? ¡Creíamos que tu asilo era el pecho de cualquiera de éstos dos, y ambos te destierran!». Pero considérese las circunstancias de este caso, y se conocerá que todas éstas son varias declamaciones e injurias al corazón humano. Si el vulgo (tan discretamente llamado profano por un poeta filósofo latino, cuyas obras me envió Gazel), si el vulgo, digo, profano supiese la verdadera clave de esta y de otras maravillas, no se espantaría de tantas. Entendería que aquella amistad no lo fue, ni mereció más nombre que el de una mutua traición, conocida por ambas partes y mantenida por las mismas el tiempo que pareció conducente.
Cada día me agrada más la noticia de la continuación de tu amistad con Gazel, mi discípulo. De ella infiero que ambos sois hombres de bien. Los malvados no pueden ser amigos. En vano se juran mil veces mutua amistad y estrecha unión; en vano uniforman su proceder; en vano trabajan unidos a algún objeto común: nunca creeré que se quieren. El uno engaña al otro, y éste al primero, por recíprocos intereses de fortuna o esperanza de ella. Para esto, sin duda necesitan ostentar una amistad firmísima con una aparente confianza. Pero de nadie se desconfían más que el uno del otro, porque el primero conoce los fraudes del segundo, a menos que se recaten mutuamente el uno del otro; en cuyo caso habrá mucha menor franqueza y, por consiguiente, menor amistad. No dudo que ambos se unan muy de veras en daño de un tercero; pero perdido éste, los dos inmediatamente riñen por quedar uno solo en posesión del bocado que arrebataron de las manos del perdido; así como dos salteadores de camino se juntan para robar al pasajero, pero luego se hieren mutuamente sobre repartir lo que han robado. De aquí viene que el pueblo ignorante se admire cuando ve convertida en odio la amistad que tan pura y firme le parecía. «¡Alá! ¡Alá!, dicen: ¿quién creyera que aquellos dos se separaran al cabo de tantos años? ¡Qué corazón el del hombre! ¡Qué inconstante! ¿Adónde te refugiaste, santa amistad? ¿Dónde te hallaremos? ¡Creíamos que tu asilo era el pecho de cualquiera de éstos dos, y ambos te destierran!». Pero considérese las circunstancias de este caso, y se conocerá que todas éstas son varias declamaciones e injurias al corazón humano. Si el vulgo (tan discretamente llamado profano por un poeta filósofo latino, cuyas obras me envió Gazel), si el vulgo, digo, profano supiese la verdadera clave de esta y de otras maravillas, no se espantaría de tantas. Entendería que aquella amistad no lo fue, ni mereció más nombre que el de una mutua traición, conocida por ambas partes y mantenida por las mismas el tiempo que pareció conducente.
Al
contrario, entre dos corazones rectos, la amistad crece con el trato. El
recíproco conocimiento de las bellas prendas que por días se van descubriendo
aumenta la mutua estimación. El consuelo que el hombre bueno recibe viendo
crecer el fruto de la bondad de su amigo le estimula a cultivar más y más la
suya propia. Este gozo, que tanto eleva al virtuoso, jamás puede negar a
gozarle, ni aun a conocerle, el malvado. La naturaleza le niega un número
grande de gustos inocentes y puros, en trueque de las satisfacciones inicuas
que él mismo se procura fabricar con su talento siniestramente dirigido. En
fin, dos malvados felices a costa de delitos se miran con envidia, y la parte
de prosperidad que goza el uno es tormento para el otro. Pero dos hombres
justos, cuando se hallen en alguna situación dichosa, gozan no sólo de su
propia dicha cada uno, sino también de la del otro. De donde se infiere que la
maldad, aun en el mayor auge de la fortuna, es semilla abundante de recelos y
sustos; y que, al contrario, la bondad, aun cuando parece desdichada, es fuente
continua de gustos, delicias y sosiego.
Éste
es mi dictamen sobre la amistad de los buenos y malos; y no lo fundo sólo en
esta especulación, que me parece justa, sino en repetidos ejemplares que
abundan en el mundo.
Carta XXVII De Gazel a Ben-Beley
Por la última tuya veo cuán extraña te ha parecido la diversidad
de las provincias que componen esta monarquía. Después de haberlas visto hallo
muy verdadero el informe que me había dado Nuño de esta diversidad.
En
efecto, los cántabros, entendiendo por este nombre todos los que hablan el
idioma vizcaíno, son unos pueblos sencillos y de notoria probidad. Fueron los
primeros marineros de Europa, y han mantenido siempre la fama de excelentes
hombres de mar. Su país, aunque sumamente áspero, tiene una población
numerosísima, que no parece disminuirse con las continuas colonias que envía a
la América. Aunque un vizcaíno se ausente de su patria, siempre se halla en
ella como encuentre con paisanos suyos. Tienen entre sí tal unión, que la mayor
recomendación que puede uno tener para con otro es el mero hecho de ser
vizcaíno, sin más diferencia entre varios de ellos para alcanzar el favor del
poderoso que la mayor o menor inmediación de los lugares respectivos. El
señorío de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y el reino de Navarra tienen tal pacto
entre sí, que algunos llaman estos países las provincias unidas de España.
Los
de Asturias y sus montañas hacen sumo aprecio de su genealogía, y de la memoria
de haber sido aquel país el que produjo la reconquista de toda España con la
expulsión de nuestros abuelos. Su población, sobrada para la miseria y
estrechez de la tierra, hace que un número considerable de ellos se empleen
continuamente en la capital de España en la librea, que es la clase inferior de
criados; de modo que si yo fuese natural de este país y me hallase con coche en
Madrid, examinara con mucha madurez los papeles de mis cocheros y lacayos, por no
tener algún día la mortificación de ver a un primo mío echar cebada a mis
mulas, o a uno de mis tíos limpiarme los zapatos. Sin embargo de todo esto,
varias familias respetables de esta provincia se mantienen con el debido
lustre; son acreedoras a la mayor consideración, y producen continuamente
oficiales del mayor mérito en el ejército y marina.
Los
gallegos, en medio de la pobreza de su tierra, son robustos; se esparcen por la
península a emprender los trabajos más duros, para llevar a sus casas algún dinero
físico a costa de tan penosa industria. Sus soldados, aunque carecen de aquel
lucido exterior de otras naciones, son excelentes para la infantería por su
subordinación, dureza de cuerpo y hábito de sufrir incomodidades de hambre, sed
y cansancio.
Los
castellanos son, de todos los pueblos del mundo, los que merecen la primacía en
línea de lealtad. Cuando el ejército del primer rey de España de la casa de
Francia quedó arruinado en la batalla de Zaragoza, la sola provincia de Soria
dio a su rey un ejército nuevo con que salir a campaña, y fue el que ganó las
victorias de donde resultó la destrucción del ejército y bando austríaco. El
ilustre historiador que refiere las revoluciones del principio de este siglo,
con todo el rigor y verdad que pide la historia para distinguirse de la fábula,
pondera tanto la fidelidad de estos pueblos, que dice serán eternos en la
memoria de los reyes. Esta provincia aún conserva cierto orgullo nacido de su
antigua grandeza, que hoy no se conservaba sino en las ruinas de las ciudades y
en la honradez de sus habitantes.
Extremadura
produjo los conquistadores del nuevo mundo y ha continuado siendo madre de
insignes guerreros. Sus padres son poco afectos a las letras; pero los que
entre ellos las han cultivado no han tenido menos suceso que sus patriotas en
las armas.
Los
andaluces, nacidos y criados en un país abundante, delicioso y ardiente, tienen
fama de ser algo arrogantes; pero si este defecto es verdadero, debe servirles
de excusa su clima, siendo tan notorio el influjo de lo físico sobre lo moral.
Las ventajas con que la naturaleza dotó aquellas provincias hacen que miren con
desprecio la pobreza de Galicia, la aspereza de Vizcaya y la sencillez de
Castilla; pero como quiera que todo esto sea, entre ellos ha habido hombres
insignes que han dado mucho honor a toda España; y en tiempos antiguos, los
Trajanos, Sénecas y otros semejantes, que pueden envanecer el país en que
nacieron. La viveza, astucia y atractivo de las andaluzas las hace
incomparables. Te aseguro que una de ellas sería bastante para llenar de
confusión el imperio de Marruecos, de modo que todos nos matásemos unos a
otros.
Los
murcianos participan del carácter de los andaluces y valencianos. Estos últimos
están tenidos por hombres de sobrada ligereza, atribuyéndose este defecto al
clima y suelo, pretendiendo algunos que hasta en los mismos alimentos falta
aquel jugo que se halla en los de los otros países. Mi imparcialidad no me
permite someterme a esta preocupación, por general que sea; antes debo observar
que los valencianos de este siglo son los españoles que más progresos hacen en
las ciencias positivas y lenguas muertas.
Los
catalanes son los pueblos más industriosos de España. Manufacturas, pescas,
navegación, comercio y asientos son cosas apenas conocidas por los demás
pueblos de la península respecto de los de Cataluña. No sólo son útiles en la
paz, sino del mayor uso en la guerra. Fundición de cañones, fábrica de armas,
vestuario y montura para ejército, conducción de artillería, municiones y víveres,
formación de tropas ligeras de excelente calidad, todo esto sale de Cataluña.
Los campos se cultivan, la población se aumenta, los caudales crecen y, en
suma, parece estar aquella nación a mil leguas de la gallega, andaluza y
castellana. Pero sus genios son poco tratables, únicamente dedicados a su
propia ganancia e interés. Algunos los llaman los holandeses de España. Mi
amigo Nuño me dice que esta provincia florecerá mientras no se introduzca en
ella el lujo personal y la manía de ennoblecer los artesanos: dos vicios que se
oponen al genio que hasta ahora les ha enriquecido.
Los
aragoneses son hombres de valor y espíritu, honrados, tenaces en su dictamen,
amantes de su provincia y notablemente preocupados a favor de sus paisanos. En
otros tiempos cultivaron con suceso las ciencias, y manejaron con mucha gloria
las armas contra los franceses en Nápoles y contra nuestros abuelos en España.
Su país, como todo lo restante de la península, fue sumamente poblado en la
antigüedad, y tanto, que es común tradición entre ellos, y aun lo creo punto de
su historia, que en las bodas de uno de sus reyes entraron en Zaragoza diez mil
infanzones con un criado cada uno, montando los veinte mil otros tantos
caballos de la tierra.
Por
causa de los muchos siglos que todos estos pueblos estuvieron divididos,
guerrearon unos con otros, hablaron distintas lenguas, se gobernaron por
diferentes leyes, llevaron diversos trajes y, en fin, fueron naciones
separadas, se mantuvieron entre ellos ciertos odios que, sin duda, han minorado
y aun llegado a aniquilarse, pero aún se mantiene cierto desapego entre los de
provincias lejanas; y si éste puede dañar en tiempo de paz, porque es obstáculo
considerable para la perfecta unión, puede ser muy ventajoso en tiempo de
guerra por la mutua emulación de unos con otros. Un regimiento todo aragonés no
miraría con frialdad la gloria adquirida por una tropa toda castellana, y un
navío tripulado de vizcaínos no se rendiría al enemigo mientras se defienda uno
lleno de catalanes.
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