Caballeros 1

martes, 3 de octubre de 2017

Los poetas románticos.

Así retrata Zorrilla a Espronceda:
«La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara, pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra, rizada y sedosa, dividida por una raya casi en medio de la cabeza y ahuecada por ambos lados sobre las orejas, pequeñas y finas, cuyos lóbulos inferiores asomaban en rizos. Sus cejas, negras, finas, y rectas, doselaban sus ojos límpidos e inquietos, resguardados por riquísimas pestañas; el perfil de su nariz no era muy correcto... Su mirada era franca, y su risa, pronta y frecuente, no rompía jamás en descompuesta carcajada.» 

El Canto a Teresa,  una de las más sentidas elegías de toda la literatura española, trata del tema romántico del amor que pasa por diferentes etapas: la ilusión inicial, el choque con la cruda realidad y el desengaño doloroso al final. Está escrito en rotundas octavas reales y es uno de los más bellos ejemplos de la poesía romántica español, por su sincera emoción y su belleza formal. 
Tu fuiste un tiempo cristalino río,
manantial de purísima limpieza;
después torrente de color sombrío,
rompiendo entre peñascos y maleza,
y estanque, en fin, de aguas corrompidas,
entre fétido fango detenidas.
Teresa, a quien va dirigido el canto, tuvo una hija de Espronceda, se relación cesó en 1836 y murió en 1839 después de arrastrar una vida miserable ya que fue repudiada por la sociedad de su época. Escrita a raíz de su muerte, la elegía se inicia con el recuerdo de las horas de juventud y amor del poeta; su vida entonces la compara a la nave “que el puerto deja por la vez primera” y se lanza con ansia de amor en el mar del mundo. [...]
Lo que un tiempo fue cristalino río, “manantial de purísima limpieza”, acabó en estanque de aguas corrompidas. El ángel de luz se transforma en ángel caído desde que el fuego demoníaco abrasó a la primera mujer en el Edén y pasó en herencia a las que vinieron luego.
De todas las ilusiones y esperanzas anteriores solo queda ahora una memoria, una tumba ante la cual se hiela el corazón del poeta, no sin reconocer que la muerte ha sido para Teresa un descanso. Roída de recuerdos de amargura, árido el corazón, ajada por el dolor y envilecida, solo la muerte podía “envolver tu desdicha en el olvido”. Mas el poeta no podrá olvidar; siempre quedará en él un rayo de la luz con que ella iluminó “la dorada mañana de mi vida”. Y vuelve a evocar otra vez aquellos momentos en que juntos soñaron
Vencer del mundo el implacable encono,
y en un tiempo sin horas ni medida
ver como un sueño resbalar la vida.
Con tales momentos de dicha, Espronceda recuerda también los del dolor; la triste soledad de Teresa, apartada de sus hijos ( cuando inicia su relación con Espronceda abandona su familia y huye con él), acusada por su conciencia, sin lágrimas que llorar, llamando a Dios y blasfemando: ¡Espantosa expiación de tu pecado!» 

Representativa de la poesía del poeta y del período romántico es La Canción del pirata que produjo un poderoso impacto en el panorama lírico de su época por su variedad rítmica y lo novedoso del asunto. Fue imitada numerosas veces y aún hoy se la recita de memoria frecuentemente.
«Sorprende el acierto con que el poeta ha conseguido concentrar en breve espacio un inolvidable paisaje romántico: la noche, la luna, el viento, la tempestad, la lejana y exótica Estambul. Hay una exaltación de la libertad individual, bien recalcada por el estribillo “que es mi Dios la libertad” y que se manifiesta frente a dos conceptos burgueses: la noción territorial de patria y la estima de la vida. Mientras otros pelean por un palmo de tierra, el pirata se siente libre y rey en el ancho mar. La muerte no le importa porque tiene la vida puesta a la aventura: se gana o se pierde sin mayor trascendencia.» (Navas-Ruiz 1973: 177)
«El pirata, perseguido por la ley, como el contrabandista, desafía al mundo con arrogancia y sin temor a la muerte. Es además equitativo en el reparto del botín, como el bandido generoso, pero el poeta lo idealiza al declarar que no tiene más aspiración que la belleza:
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual.
Solo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
El pirata, por otra parte, personifica al hombre libre: Que es mi Dios la libertad... Mi única patria, la mar. Y esa misma patria, no parcelada ni sometida a dominación ajena, es igualmente símbolo de independencia. Ligera y alegre, la Canción del pirata es un himno a la libertad.» 
 También dentro de la linea del más puro estilo romántico situaríamos su obra Poesías (1840)
 Los temas fundamentales de la obra son el placer, la libertad, el amor, el desengaño, la muerte, la patria, la tristeza, la duda, la protesta social, etc.
Todos estos poemas se inspiran en personajes marginados o excluidos de la sociedad, con lo que por primera vez aparece claramente formulado el tema social en la lírica española. Es también digno de mención el poema «Desesperación», obra que toma un tono catastrófico y gris, característico en parte de la obra en general del poeta extremeño.

 En «El canto del cosaco y A la traslación de las cenizas de Napoleón, ejemplos de romanticismo social, encontramos la creencia de que la vieja Europa, tras las violentas alteraciones producidas a partir de la revolución francesa y el consiguiente predominio de la burguesía, había entrado en un período de descomposición, envilecida por el dinero y el lujo.
El mendigo muestra en una poesía desgarrada el cínico desprecio del pordioseo por una sociedad cobarde que le complace a pesar de resultarle repulsivo, y el elogio de su vida, miserable, pero “como el aire, libre...”. El mendigo se halla, por su tono, muy próximo a la Canción del pirata: el motivo es una nueva exaltación de la libertad individual; pero si esta es allí un producto de la renuncia a la patria, aquí lo es de la renuncia a la integración social y a la participación económica.
El verdugo manifiesta el resentimiento de éste contra los hombres, de cuyo ocio se considera víctima. «El verdugo se siente a sí mismo monumento de la maldad humana y víctima de la opinión. Casi freudianamente, Espronceda interpreta el tipo como la solución legalizada que los hombres ha encontrado a la obligada represión de sus instintos sanguinarios» (Navas-Ruiz 1973: 178)
El reo de muerte ofrece en estridente contraste, el placer y el dolor, el rumor de una bacanal y los “sueños de angustia” del condenado. En una sucesión de antítesis muestra Espronceda la indiferencia del mundo ante el dolor del condenado: cárcel-bordel, reo joven-fraile viejo, sueño dulce-realidad amarga. El poeta se opone a la pena capital.
Tanto El verdugo como El reo de muerte presuponen un cambio de perspectiva en relación a la Canción del pirata o El mendigo: el mundo, la sociedad dirigen su atención ahora hacia unos tipos también al margen, pero para contemplarlos como dignos de lástima. A la visión cínica sucede la visión compasiva.
A Jarifa en una orgía expresa Espronceda su profundo hastío y su amargo desengaño de la vida misma: Mujeres vi de virginal limpieza / entre albas nubes de celeste lumbre; / yo las toqué, y en humo su pureza / trocarse vi y en lodo y podredumbre.
«Los poemas más íntimos y líricos de Espronceda, los mejores quizá, están dedicados a cantar la juventud perdida, el desengaño vital, la desilusión que va dejando el paso de los años, o de otro modo, el tema de la famosa quintilla «Hojas del árbol caídas». Bajo la imagen barroca de la rosa, la idea se desarrolla en el soneto Fresca, lozana, pura y olorosa; pero el romántico no se contenta con simples consideraciones; buscando un giro personal, llega a la comparación de la tragedia de la rosa con el yo:
Mas, ¡ay!, que el bien trocóse en amargura,
y por los aires deshojada sube
la dulce flor de la esperanza mía.
El estado de desolación del poeta ante el huir del tiempo encuentra expresión directa, sin metáforas, en otro soneto, el que figura como dedicatoria en la edición de sus Poesías (1840), dirigido a Carmen de Osorio. [...]
Si el sol simbolizó un día las ilusiones juveniles, la luz declinante de un misterioso lucero simboliza ahora el desengaño. La pregunta medieval del ¿Ubi sunt? surge angustiosa a través de los mismos versos que utilizó Jorge Manrique, para acabar en una desoladora actitud de amargo pesimismo, resignación e indiferencia:
A mí tan solo penas y amarguras
me quedan en el valle de la vida;
como un sueño pasó mi infancia pura,
se agosta ya mi juventud florida.
A Jarifa en una orgía (1838) representa la agudización extrema del motivo. Espronceda, que, como Larra, ha visto deshacerse sus ilusiones de joven, sus deseos insatisfechos, no espera ya nada y concluye:
Y encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo:
palpé la realidad y odié la vida.
Solo en la paz de los sepulcros creo.»
(Navas-Ruiz 1973: 178-179)
Especial interés presenta su obra miscelánea El estudiante de Salamanca (1839)
Poema narrativo y obra cumbre de Espronceda. Sobre el tema del seductor donjuanesco, que se puede considerar como un acabado exponente del género romántico leyenda, considerado el mejor poema en su género del siglo XIX. El argumento recoge varias leyendas, el mito de Don Juan y elementos de comedias del Siglo de Oro.
Resumimos, a continuación, la exposición que hace Vicente Llorens (1979: 489 ss.) del argumento de este poema narrativo:
Argumento
La inocente doña Elvira se enamora del estudiante don Félix de Montemar, joven noble, arrogante, de hermosura varonil y mujeriego, que pronto se cansa de ella y la abandona. Elvira muere de pena. Una tarde, mientras don Félix estaba jugando a las cartas con unos amigos, entra don Diego Pastrana, hermano de Elvira, que viene a vengarla. Montemar acepta sereno y condescendiente el desafío y sale para batirse con su adversario, no sin haber dado antes nuevas muestras de cinismo:
Don Diego,
mi delito no es gran cosa.
Era vuestra hermana hermosa,
la vi, me amó, creció el fuego,
se murió, no es culpa mía;
y admiro vuestro candor,
que no se mueren de amor
las mujeres de hoy en día.
Después de matar a don Diego, vemos a don Félix de nuevo en la calle del Ataúd, donde oye junto a él un suspiro y ve adelantarse una figura flotante y vaga envuelta en blanca vestidura. Pero la mujer tapada se aleja en silencio:
Su forma gallarda dibuja en las sombras
el blanco ropaje que ondeante se ve,
y cual si pisara mullidas alfombras,
deslízase leve sin ruido su pie.
Siguiendo a la fatídica figura, emprende Montemar su viaje sin término, como ese personaje itinerante que aparece por doquier en la literatura romántica europea, siempre movido por la insatisfacción de lo que tiene y el anhelo de lo inasequible. Las dos figuras se detienen viendo aparecer en medio de la noche enlutados bultos: Que un féretro en medio y en hombros traían / y dos cuerpos muertos tendidos en él. Uno de los muertos es don Diego de Pastrana, el otro, don Félix de Montemar. El estudiante contempla su propio entierro, pero sin grave alteración.
La dama, seguida siempre por don Félix, se detiene ante una puerta muy alta que se abre de repente. Cruzan desiertas y fantásticas galerías: arcos ruinosos, estatuas y rotas columnas, patios oscuros: Todo vago, quimérico y sombrío. En aquel silencioso recinto a don Félix se le aparecen sombras aterradoras que clavan en él sus hundidos ojos. Mas don Félix, en vez de intimidarse, se yergue con redoblado valor. Ahora es el hombre rebelde que ansiando quebrantar los límites de la vida y descubrir la inmensidad de la creación, no duda en provocar la cólera divina, igualándose a Dios y llamándole a juicio:
Segundo Lucifer que se levanta
del rayo vengador la frente herida,
alma rebelde que el temor no espanta,
hollada sí, pero jamás vencida:
El hombre, en fin, que en su ansiedad quebrante
su límite a la cárcel de la vida,
y a Dios llama ante él a darle cuenta,
y descubrir su inmensidad intenta.
Don Félix cruza el quimérico recinto con atrevida indiferencia: Mofa en los labios y la vista osada. Por aquel mundo de sombras, donde la vida se confunde con la muerte, vaga también su blanca y misteriosa guía, flotante nube como la ilusión que acaricia esperanza y se desvanece al tocarla, semejante al Humo suave de quemado aroma / que el aire en ondas a perderse asciende. Esta mágica visión cruza veloz e ingrávida la tenebrosa morada y Montemar la sigue; pero se ve precipitado con vertiginoso movimiento por una gradería en espiral, hasta que cesa el violento torbellino que lo arrastró y se encuentra otra vez a la blanca dama sola al pie de un monumento:
Era un negro solemne monumento
que en medio de la estancia se elevaba,
y a un tiempo a Montemar, ¡raro portento!,
una tumba y un lecho semejaba.
Tálamo y tumba al mismo tiempo. Amor y muerte, unidos como en la poesía de la Edad Media. Aunque imagina que la tumba y el tálamo le aguardan a él, Montemar recobra pronto su osadía, y resuelto a dar fin a la aventura, interroga a la blanca visión:
Si quier de parte de Dios,
si quier de parte del diablo,
¿quién nos trajo aquí a los dos?
Decidme, en fin, ¿quién sois vos?
y sepa yo con quién hablo.
Las palabras de Montemar quedan sin respuesta. Solo se oye, con flébil quejido, un fúnebre llanto de amor. Luego música triste, el murmullo de algún recuerdo que va creciendo sin parar, algazara y gritería, mientras retiemblan los cimientos de la fúnebre mansión. Se remueven las tumbas y los muertos huyen de su eterna morada. Se alzan cien espectros que fijan sus huecos ojos en Montemar. La dama blanca se descubre, mostrando no ser más que un esqueleto. Y es ella, la Muerte, la que abraza a Montemar y lo besa con frenesí mientras él se esfuerza inútilmente por desasirse, hasta que sucumbe con débil gemido que se apaga como un
leve,
breve
son.
Montemar es el símbolo del hombre que no acepta sus limitaciones, y persiguiendo la razón de su destino, se rebela con firma voluntad, aunque inútilmente, contra la realidad.
«Don Félix tiene aire muy español, pero no Elvira, cuya procedencia es nórdica. La figura femenina en la poesía de los románticos españoles no suele tener las características que se atribuyen a la española. El tipo de Carmen, con su amor apasionado y violento, no corresponde bien a la idealización romántica; está en otro plano más primitivo y vulgar, como la Salada de El diablo mundo. La inocente y delicada Elvira, que al verse abandonada por don Félix acaba enloqueciendo mansa y dulcemente, procede de la Ofelia de Hamlet y llegará en su carera poética hasta Bécquer. En El estudiante de Salamanca la vemos soñar y sonreír en medio de su locura, mientras para tejer una guirnalda escoge flores que luego va echando al agua una a una. Elvira canta melancólicamente, las lágrimas interrumpen su lamento y al fin muere de amor. Mas antes recobra la razón y escribe una carta a su amado: Voy a morir: persona si mi acento / vuela importuno a molestar tu oído.
Esta mujer moribunda sigue en su carta evocando las horas de amor, con tristeza pero sin arrepentimiento. Y aunque por un momento pide perdón por lo que ella llama desvaríos, aún los recuerda. La moral del romanticismo fundada en la naturaleza, que inició Rousseau, la había formulado reiteradamente Friedrich Schlegel a lo largo de su novela erótica Lucinde: sólo lo natural es moral.» (Llorens 1979: 490)
En este extenso poema, Espronceda abandona las preocupaciones sociales. El estudiante de Salamanca, incluido en las Poesías, funde poesía dramática y narrativa, y es precursor del Don Juan Tenorio de Zorrilla, que incorpora elementos de la novela gótica inglesa.
Las figuras de los protagonistas están trazadas con firmes rasgos y en dramático contraste: arrogante y donjuanesco él; suave y delicadamente femenina ella. El ambiente y las escenas se hallan descritos con imágenes de sorprendente plasticidad. La obra ilustra la concepción romántica del amor como ilusión por un lado y como único ideal vital por otro. Una vez muerta la ilusión, desaparecen las ganas de vivir. El poeta expresa la aspiración humana a perseguir la belleza y la felicidad y el desencanto que sobreviene al revelársele la verdadera faz de la existencia, fría, repugnante y dominada por la muerte.
«Espronceda comienza realmente donde la leyenda donjuanesca termina: el análisis del fin del burlador, el análisis del sentido de la muerte como misterioso e incomprensible castigo a una vida vivida vigorosamente. Lo que hasta él había sido accesorio, se convierte en él en punto central. En otras palabras, el significado básico de El estudiante de Salamanca no es la burla donjuanesca, sino el encuentro del hombre desilusionado con la muerte, destino único, fatal, irreversible.
Espronceda ha escogido un tipo donjuanesco, porque don Juan representa la vitalidad misma, el hombre que juega sus días con intensidad plena a la aventura, al goce de vivir. Y quiere hacer ver que, incluso así, la vida es pura fantasía, nada. La vaporosa figura que Don Félix encuentra una noche por las calles de Salamanca, y tras la que corre locamente, simboliza este vivir humano: tras los hermosos velos, un esqueleto, la muerte con la que el hombre se desposa al fin, por más que luche por vencerla. He aquí la lección romántica y barroca de la mentira de la vida.» (Navas-Ruiz 1973: 180-181)
La versificación ofrece una riquísima variedad de ritmos que Espronceda adapta hábilmente a las situaciones. 


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