Hay, en el punto de vista de Mary
Shelley, una cuestión trascendental, una cuestión de
principios: finalmente, la
criatura creada por el insensato proceder del doctor
Frankenstein es, al fin y al
cabo, vida, una criatura viva y, como tal, susceptible de
emociones, afecto y conocimiento.
Mary Shelley concibe enseguida la dimensión
trágica de la criatura como
condenado por razón de su nacimiento. Es entonces cuando
surge lo verdaderamente narrativo
del asunto que no es, como podría parecer, el drama, el conflicto dramático de
esa criatura que , una vez creada, ya no puede ni dejar
de existir ni sustraerse a su
horrible condición.
"La vida o la muerte de un
hombre no son sino un precio pequeño que pagar por la
adquisición de conocimientos que
yo busco". Esta declaración resume el optimismo
científico que enardece a la
época. Veremos, pues los conocimientos científicos aún son
poco menos que románticos en su
descripción, cómo Víctor Frankenstein llega
asombrosamente a adquirir en
breve tiempo conocimientos extraordinarios: "Tras días y
noches de increíble trabajo y
fatiga, logré averiguar la causa de la generación y de la
vida; y más aún, conseguí dotar
de animación a la materia inerte". Pero ¿qué importa?
Confesiones como ésta de Víctor
Frankenstein nos sumen en la hermosa ingenuidad con
que este libro plantea un
conflicto ético de primera magnitud, plenamente vigente, y ése
es su encanto: primitivo, pero
esencial. Y no es asunto menor aceptar que, tan ingenuo
como lúcido, el libro de Mary
Shelley nos remite, finalmente, a esa prodigiosa criatura

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