Caballeros 1

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Lolita.

Y, mientras mis piernas de autómata seguían andando, me impresionó el hecho de que, sencillamente, no sabía una palabra acerca de la mente de mi niña querida, y, que sin duda, más allá de los estúpidos clichés juveniles, había en ella un jardín y un crepúsculo y el portal de un palacio: regiones vagarosas y adorables, completamente prohibidas para mí, ajenas a mis sucios andrajos y a mis miserables convulsiones. Y es que a menudo había advertido que al vivir, como vivíamos, en un mundo de mal absoluto, nos sentíamos extrañamente avergonzados cada vez que yo intentaba conversar acerca de algo que ella y una amiga mayor, que ella y uno de sus progenitores, que ella y un novio sano y de verdad, que yo y Annabel, que Lolita y un Harold Haze sublimado, purificado, analizado, divinizado, habrían podido discutir con toda naturalidad: una idea abstracta, un cuadro, la poesía efectista de Hopkins o la imaginativa de Baudelaire, Dios o Shakespeare, cualquier cosa genuina. ¡Ojalá Dios lo hubiera permitido! Lolita acorazaba su vulnerabilidad mediante vulgares desplantes y aburrimiento, mientras que yo, al formular mis comentarios desesperadamente inconexos, utilizaba un tono de voz artificial que provocaba dentera en los pocos dientes que me quedaban y hacía que ella me respondiera con una rudeza que imposibilitaba todo diálogo entre nosotros. ¡Oh, mi pobre niña profundamente herida!


Te quería. Era un monstruo pentápodo, pero te quería. Era despreciable, y brutal, y lascivo, y cuanto pueda imaginarse, mais je t´aimais, je t'aimais! Y había momentos en que sabía todo cuanto sentías, y saberlo era un infierno, pequeña mía."

No hay comentarios:

Publicar un comentario