Tata María y la cocinera Isabel sentían un respeto casi reverencial hacia aquellas dos lámparas a las que, ante mi desconcierto, llamaban "arañas". La única araña que yo había visto apareció un día en el cuarto trastero, junto a la cocina. Fue una verdadera conmoción en el mundo en que yo me movía (la cocina, el cuarto de plancha, la despensa). Apareció provocando gritos histéricos. Ante mi asombro, Tata María, siempre tan seria y mesurada, se subió a una silla, sofocando gritos con la mano sobre la boca, hasta que Isabel mató a la araña de un palmetazo. Era un animal pequeño, negro y peludo, que me despertó más curiosidad que asco y, finalmente, una cierta compasión. Isabel recogió en un papel lo que quedaba de ella y lo tiró a la basura. Así que poca cosa tenía que ver con las dos lámparas que tanta admiración, y hasta veneración, despertaban en las dos mujeres. Cosas como éstas contribuían a aumentar día a día la distancia que me separaba del mundo de las personas mayores: Gigantes lejanos, impredecibles y un poco ridículos.
No sé si los cristales-hojas de aquellas lámparasarañas tenían vida propia, pero lo cierto es que yo creía oír un tintineo lejano y misterioso entre sus ramas, y que los fulgores que de unas a otras iban comunicándose formaban parte de alguna conversación, en un idioma que aún yo no conocía, pero estaba a punto de aprender. Había también un reloj, dorado, con la esfera de porcelana blanca y dibujos azules rodeada de brillantes falsos, que me atraía especialmente, por asociarlo a uno de los inapreciables tesoros que mencionaban los cuentos, aún leídos por la Tata o contados por Isabel, con que se nutría mi imaginación. A través de los cristales, visillos y cortinas que impedían la visión de la calle, la calle estaba ahí abajo, muy próxima, porque vivíamos en un entresuelo, que entonces se llamaba principal, y quizá ahora también. Cuando me deslizaba suavemente sobre la alfombra y llegaba a uno de aquellos dos balcones que se abrían al mundo exterior, descorría los visillos y me asomaba al de los faroles y el farolero. Enfrente, al otro lado de la calle, veía la pared de ladrillos rojos que bordeaba los jardines de la iglesiaconvento de la Milagrosa, adonde me llevaba la Tata los domingos. Por encima de la tapia, sobresalían las copas de los árboles y, cuando hacía viento, veía y oía su balanceo nocturno, como una voz que quisiera comunicar algo a alguien en alguna parte, en algún tiempo. Sentía entonces un leve escalofrío, no sé aún si de temor o de placer, sobre todo en las noches de luna, como aquella en que vi echar a correr al Unicornio. En los cuentos de Andersen, el gran cómplice de mis primeros años, había aprendido que las flores tenían su lenguaje, sus bailes nocturnos, donde reinaban, y poco después languidecían hasta acabar en la basura. Pero sobre todo, aprendí que existía un lenguaje secreto, un lenguaje al que yo tenía acceso. Un día en que nos visitó la tía Eduarda, oí decir a mamá, preocupada: "Esta niña no habla... es un tormento conseguir que diga una sola palabra", y Eduarda -no le gustaba que la llamáramos tía, sólo Eduarda- le contestó: "Mejor para ella". Me miró por primera vez, con sus grandes ojos azules, parecidos o quizá iguales a los del Unicornio, y añadió: "Tendrá otro lenguaje". Con otro lenguaje, y sabiendo que las flores marchitas pueden resucitar en la noche, y también cuentan sus historias las tazas, los tenedores, las agujas de zurcir y las sartenes, recalaba yo, en mi barquito de papel de periódico, hasta la gruta bajo el alto e incómodo sofá, donde me permitían ver, oír y oler todas aquellas criaturas que fingían no verme, pero me querían. O así me gustaba creerlo. Ya, tiempo atrás, un par de estatuillas, una blanca, la otra negra, me habían hecho señas. A veces levantaban la mano y la agitaban como un saludo, otras sonreían. Y, cosa rara, sonreía más la oscura, aquella a la que apenas podía ver la cara. Pero sobre todas estas cosas, había como un viento bajo, secreto, que avanzaba conmigo a ras de suelo, rozando la alfombra, hacia los balcones: como cuando en otoño oí crepitar las hojas caídas, bajo las pezuñas del Unicornio. Todavía no había estado nunca en un bosque y, sin embargo, lo presentí, tal como fue años después: cuando ya leía, y no sólo escuchaba historias de labios de María o Isabel, sino que podía levantarlas yo misma de entre las páginas de aquellos libros que tanta importancia tuvieron para mí.
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