El motivo literario de la visión de
la propia muerte tiene hondas raíces tanto poéticas como míticas: ya en el Jardín deflores curiosas, publicado en 1570 por Antonio de Torquemada, aparece la historia del estudiante Lisardo, que luego pasó a
romances populares. Parece ser que su origen proviene de la tradición oral, de las leyendas de
las almas en pena, que algunas noches hacían un vía crucis por los caminos, La Santa Compaña que era considerada un presagio de muerte para aquel que se los encontraba.
Al parecer este Lisardo se llamaba realmente Don Juan de Almenara. Pertenecía a una acomodada familia de Córdoba. Se sabe que estudió Filosofía y que después se trasladó a Salamanca con el propósito de cursar los estudios de Derecho. Sin embargo hay constancia de que su salida de Córdoba fue más bien una huida a causa de los múltiples riesgos que su disoluta vida le habían acarreado.
En Salamanca continuó ejercitando sus devaneos amorosos. Se enamoró, en la medida en que este personaje se podía de enamorar, de Teodora, una joven salmantina que se preparaba para entrar en el convento. Las reiteradas negativas de Teodora hacia los requiebros amorosos no hacían más que encender sus ánimos.
Cada misiva que le enviaba era más fogosa que la anterior y de este modo consiguió por fin rendir la ya debilitada voluntad de la desafortunada Teodora. La noche en que se iba a consumar el rapto de la novicia y cuando se disponía a escalar los muros del convento, oyó un tumulto de gente que gritaba:
-¡Es Lisardo, matadle!
Y otra voz sepulcral que exclamaba:
-¡Ay, que me han muerto!
El pánico se apoderó de Lisardo. Corrió como si su alma la persiguiera el mismo diablo. Al poco encontró una comitiva fúnebre que penetraba en una iglesia. La curiosidad pudo más que el miedo y entrando en el templo, preguntó a uno de los asistentes a lo que parecía ser una misa de Difuntos que quién había muerto. -Lisardo el estudiante. A quien vos conocéis como vos mismo.
El estupor que le causara esta respuesta, el redoble de campanas y los cánticos funerarios fueron suficientes para que cayera al suelo sin sentido.
Al despertar determinó enmendar su conducta. Se cuenta que desde entonces Don Juan de Almenara se distinguió por su conducta recta y honorable.
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