
El barbero tijereteaba sin descanso. El barbero afilaba una y otra vez la navaja en el asentador. Clientes
de toda laya acudían al local, abarrotándolo. El barbero manejaba las tijeras, el peine y la navaja con velocísimos movimientos
tentaculares. Ser barbero precisa de unas cualidades
extremas, formidables, exige la
briosa celeridad del esquilador y el tacto
sutil del pianista. Sin transición, el barbero despojaba a la
nutrida clientela de sus
largos mechones, de sus
desparejas pelambres, señalizaba lindes en el
blanco cuero
cabelludo, se internaba en sus orejas y en sus fosas
nasales, sonreía, pronunciaba las palabras
justas, apreciaciones
que sabía no serían respondidas, mientras los clientes miraban sin mirar el progreso de su corte en el espejo, coronillas, nucas, barbas
cerradas, sotabarbas, patillas
de distinta magnitud, luchanas, cabellos
que planeaban incesantemente en el aire antes de caer formando ingrávidas montañas: el barbero nunca imaginó que el pelo
de los cadáveres pudiera crecer con tanta rapidez bajo tierra.
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