Caballeros 1

miércoles, 18 de mayo de 2022

La obra postmoderna de Angelica Liddell.

 La obra de Liddell crece bajo el signo de la pasión, es decir, del exceso, tanto en los tratamientos temáticos como en las estrategias formales. El hecho de que su trabajo haya evolucionado hacia un mayor grado de concreción material y físico, hasta llegar al performance autobiográfico, es un síntoma de esta pasión, convertida en ansia por llevar sus propuestas estéticas hasta el extremo, presentadas a su vez como respuesta directa a sus posturas morales y éticas. Con respecto a sus afiliaciones teatrales, su obra ha descrito una personalísima trayectoria al margen de las convenciones escénicas dominantes en el medio madrileño. Sus influencias y ascendientes artísticos hay que buscarlos en un amplio abanico de referencias extraídas del mundo de la literatura y el cine, y en cuanto al trabajo propiamente escénico, de la plástica y la música, a menudo de carácter barroco. A este respecto, la autora ha criticado la pobreza plástica que con frecuencia aqueja al medio teatral: «el teatro está lastrado por su falta de contacto con otras manifestaciones artísticas. Vive de espaldas al arte» (El Cultural  16.01.2003). Desde un enfoque estético amplio, su obra se encuadra dentro del barroquismo que ha caracterizado la Modernidad última, tanto en cuanto a su forma como a los imaginarios en los que se ha inspirado. Sus obras están estructuradas sobre un sistema de tensiones entre polos contrarios, una dialéctica no resoluble entre lo espiritual y lo corporal, la pureza y la escatología, lo sublime y lo grotesco, la belleza y el dolor, la inocencia y la culpabilidad, la abstracción conceptual y la concreción material, unión de contrarios que define lo aberrante, lo monstruoso o lo inhumano, obsesiones constantes de su mundo 

En Una costilla sobre la mesa, Liddell lleva al lector a un viaje a lo más oscuro de la enfermedad y la locura, un recorrido por los pasillos de un hospital de enfermos terminales ("Aquí sobre todo se habla de dinero"), un relato de goteros, agujas, pañales, alucinaciones y olor a heces, en el que no ahorra sordidez ni escamotea detalles como el olor a mierda que se le pega al paladar cuando entra en la habitación de sus progenitores. "Yo no tendré hijos a los que exigir esclavitud y manos ágiles para limpiar la mierda", escribe y se pregunta si ella misma llevará en su sangre la locura que se ha despertado en sus padres. "Tengo miedo a despertar senil mañana".

Y pese al horror, también hay espacio para los sentimientos y la piedad. "Ojalá tu vientre hubiera sido mi tumba", escribe a su madre. "Hoy me alegro de no haberte asesinado, mamá. Poder despedirte sin odio es el verdadero milagro". La agonía final de su padre, un tránsito hacia la nada durante semanas en la habitación 122, "mirada sin pupila/ neonato precioso al final de tu vida", es narrada por Liddell con un gozo que estremece. "Gracias por el grandioso espectáculo de este último resplandor (...) la muerte, único instante de realidad y sinceridad ante la estafa de la existencia".

Y es que para ella, "todo es fracaso hasta nuestro último día sobre la tierra". Palabra de Angélica.



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