El padre Mur perseguía la oportunidad de satisfacer su venganza en Bertuco, el
cual en cierta ocasión, había repelido coléricamente las asiduidades cariciosas
y pegajosas del jesuita.
(...) Entre las muchas artimañas y máculas ladinas
con que Mur cazaba a los enredadores, una de ellas consistía en volverles la
espalda, con lo cual ellos, juzgándose libres por el momento, verificaban sin
disimulo su travesura; mas, siendo luenga la nariz de Mur, y descansando las
gafas en lo más avanzado del apéndice nasal, bastábale subir, como al desgaire,
la mano hasta el rostro, poniéndola detrás de los vidrios para tener un espejo
en donde se retrataba todo lo que detrás de él acontecía. (...) Mur, en aquel
punto, hacía espejo de sus gafas; pero no supo interpretar los movimientos del
niño en derecho sentido, sino que dio por averiguado que le hacía burla y muecas
de odio con todo desembarazo y desvergüenza. (...)
-¡Lame la tierra! -rugió
Mur, con voz estrangulada de ira y torpe fruición.
El paso continuo de
centenares de pies había desgastado el ladrillo, formando un polvo terroso y
sucio. De otra parte, las fauces de Bertuco estaban resecas. Así que por las
tres veces que puso la lengua sobre el suelo convirtiósele en un objeto extraño
y asqueroso, como petrificado, que le ocasionaba fuertes torturas y le impedía
hablar.
-¡No puedo más...! -articuló con esfuerzo.
Mur le puso el tosco
zapato sobre la nuca. El niño, en una convulsión, quedóse rígido, yacente,
bañado el rostro en sangre.
-Marchaos ahora mismo de aquí. Y como digáis algo
a alguien os hago lo mismo a vosotros.
Los niños huyeron, aterrorizados. Y en
estando a solas, el jesuita arrastró el cuerpo de Bertuco hasta un grifo que hay
contiguo a los lugares excusados, y chapuzándole la cabeza le devolvió el
sentido.
-Lávate bien esas narices. Cuidado con que nadie entienda nada de
esto, porque te arranco el alma negra que tienes, canalla. Hoy no te confiesas,
porque eres un sacrílego, ni cenas. Te pondrás en el centro del refectorio, en
donde todos vean tu cara maldita de criminal, y no probarás bocado hasta que me
repitas de memoria la elegía triste de Ovidio. Por la noche, no cerrarás la
puerta de la camarilla; te pones de rodillas en el umbral hasta que yo vaya.
¡Ea! Ya estás listo. Al estudio.
A la hora de la cena, convergiendo a él las
miradas de todos los alumnos que le aborchornaban, procuró desentenderse de todo
y aprender cuanto antes la elegía. Su cabeza estaba débil y dolorida; las mallas
de la memoria, tan sueltas que dejaban escapar los versos a ella confiados. Al
final de la cena sabía tan sólo una pequeña parte:
Cum subit illius
tristissima noctis imago,
qua mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum
repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui,
labitur ex oculis nunc quoque gutta
meis
Nada más." (Ramón Pérez de Ayala, A.M.D.G. La vida en los colegios
de jesuitas. Edición de Andrés Amorós, Madrid, Cátedra, 1995 quinta edición,
pp.335-338)
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