Las urgencias del Chuac.
Un periodista de La Voz permaneció tres días en la unidad de Observación del Juan Canalejo. En su relato se mezclan lo duro de su situación con la abnegación de sus trabajadores
Autor:Miguel Sande
Fecha de publicación: 13/6/2008
Fue una experiencia dura, dura de verdad. Tres días con sus noches en Observación, en el área de Urgencias del Hospital Juan Canalejo -los pasados 28, 29 y 30 de mayo; esta última jornada coincidió con la inauguración de la nueva UPI (unidad de Preingresos)-. Tres días en el lado amargo de la vida: el del sufrimiento. Había, además, saturación; un trasiego incesante de accidentados y enfermos.
Primer día. Huele a enfermo nada más entrar. La sala de Observación, amplia, dividida en estancias abiertas con zonas para hombres y mujeres, está repleta; no hay camas. A los últimos nos acomodan en sillones numerados, me toca el 11. A mi lado, en el sillón número 10, está un joven inquieto; muy nervioso. Tiene los ojos como en sangre. Le repiten que se ponga la camisola de hospital pero pasa de las indicaciones, anda de aquí para allá; come y en un descuido se va; escapa con la manzana de postre en la mano.
Después de una larga espera de más de dos horas un médico joven y atento me lleva al final de la sala hasta una habitación cerrada con dos camas, una está libre; en la otra yace un cadáver. Lo asume con naturalidad. Optamos por otra habitación próxima para la exploración. De vuelta al sillón número 11, dos agentes de policía custodian a un enfermo con esposas. Los demás estamos sujetos cada cual a una bolsa de suero. En ese sillón echo desde el mediodía hasta las 2.30 de la madrugada. A esa hora se dispone de una camilla más al pie de cuatro camas. Lo agradezco. La necesidad obligaría de madrugada a empujar aún mi camilla contra la pared del fondo para hacer sitio a otra con un transeúnte polaco, atado, debido a su estado de ansiedad y excitación. La primera noche entre quejidos y algunos vómitos de enfermos parece no tener fin. Llueve contra la ventana ciega y no sé de dónde caen algunas gotas. Se repiten gritos de dolor toda la madrugada; alguien delira y llama una y otra vez por un tal Sergio; tenemos a Sergio, Sergio, Sergio, fijado en la frente. No se rinde. De madrugada sigue el transitar de camillas con enfermos; realmente, apenas se distinguen la mañana de la tarde y la noche; al final a uno lo vence el cansancio.
Segundo día. Me despiertan los vómitos de un anciano en la cama de al lado. Se quita la camisa del pijama y queda en pañales. Amanezco con un conejo lleno de orina sobre una repisa. Aquí uno se va orientando por los turnos del personal sanitario más que por el reloj. Esos turnos son los que marcan el ritmo y el tiempo. A mi alrededor cambiaron casi todos los enfermos, salvo el mendigo polaco que sigue atado a su camilla. Atravesar este espacio de urgencias para ir al lavabo es ir viendo una sucesión de penurias hasta casi la puerta misma del servicio.
Dignidad
Llega un momento en que dejas de ver, supongo que cuando uno está a punto de sentir que se pierde la dignidad. La dignidad se pierde, tienes al menos esa sensación, cuando dejas la ropa en la inseparable bolsa de plástico. Pero vas a luchar contra esa sensación hasta el último momento, aunque por sujetar en lo alto la bolsa de suero más de una vez los pijamas caigan hasta los pies.
El olor. Esa mezcla a orina y a sudores. A enfermedad. Difícil de olvidar. Las enfermeras son atentas; cercanas. Tienen mucha paciencia, cumple decirlo; deben tenerla. Me sorprende que en el mostrador situado en el centro de la sala el personal sanitario esté preparando una fiesta, por lo que pude oír, y organizando lo que tiene que aportar cada cual en pinchos con total naturalidad. Extraña que en ese ambiente a alguien le apetezca hablar de comida. Será la costumbre, imagino. Algo semejante nos ocurre a los periodistas con los sucesos. El cuerpo acaba por adaptarse y se sobrepone e incluso aquí se acaba sintiendo al final el hambre. Las visitas están restringidas. Aquí vale, sobre todo, la fortaleza de uno mismo. Por la tarde abandono la camilla en la que dejo incrustados parte de los huesos y paso a una cama. Es todo un avance. Al menos psicológico. En la cama de al lado, a mi derecha, está un joven con la cara ensangrentada, profundamente dormido; viene un par de veces el psiquiatra a intentar hablar con él. A la otra cama traen a un anciano en coma. Me impresiona su respiración ruidosa, de máquina, a veces lo convulsiona.
Naturalidad
El polaco atado a la camilla no cesa de gritar. A la última cama, en esta misma fila, llega un accidentado en un siniestro de tráfico. Se precisa ser fuerte. La vida también debe ser esto. Ayuda, fíjense, la naturalidad de las enfermeras ante este panorama. Primero sorprende, después ayuda.
Anochece por la ventana ciega cuando se une otra camilla con un joven negro, que intenta levantarse una y otra vez, y acaba golpeándose la cabeza contra la pared. Jamás creí que sería capaz de dormir en una situación así, pero al final te rindes ante el cansancio. Sucumbes.
Tercer día. Me despiertan las voces del personal sanitario junto al mostrador. Hay bullicio, un movimiento extraño; inquietud. Y ruido. Están llevándose los sillones numerados de la entrada; el sillón número 11 y diecinueve sillones más. Venía la conselleira a inaugurar la nueva UPI y donde estaban los sillones lo ocupan ahora las mesas auxiliares en las que comen los enfermos, debidamente encajadas unas en otras.
Había desplegadas cortinas en la zona habilitada para las mujeres enfermas ante la posibilidad de que la conselleira visitara esta sala de Observación. Y ambientador. No vino. O no la vi. Un joven, hijo del anciano en coma, lo llama inútilmente, pero aun así insiste. El hombre solo se convulsiona. Cuando el joven marcha, el hombre desnudo, que tiene las manos atadas para que no se arranque el pañal, casi se ahoga en su vómito. Su estado arranca un lamento incluso de una joven facultativa que lo atiende. Las auxiliares que lo cambian bromean con una compañera que llega de turno ante la situación que le espera. Aun así el anciano no pierde su dignidad. Mientras luche, aunque sea en pañales, a las puertas de la muerte.
Salir
Otro anciano, malhumorado y mal paciente, se empeña en vestirse y marchar; acaba agrediendo a una enfermera. La agarró por el cuello y vienen a reprenderle los guardias de seguridad. Un tercero invita a La Solana a la auxiliar que le está cambiando el pañal y la sábana. Noto que estoy al límite de mi capacidad; es el tercer día aquí y me parece estar preparado -erróneamente, claro- para ir a una contienda, pero no para seguir en esta sala. Comienza a faltarme la fuerza, sujeto a la bolsa de suero. Al fin escucho mi nombre. Voy a salir de esta sala.
Viene la fuerza; el ansia. Hasta la sonrisa. Miras al anciano en coma, ajeno, forzando el respirar de máquina, y aguantas. Aguantas hasta que al fin hay cama en planta. Sales y parece que te lleven al paraíso.
Allí, en la décima, anoto estas líneas. Es la crónica de una experiencia dura, acaso por primeriza; seguramente la situación haya cambiado ya con la nueva UPI. He de agradecer la atención sanitaria y médica.
Autor:Miguel Sande
Fecha de publicación: 13/6/2008
Fue una experiencia dura, dura de verdad. Tres días con sus noches en Observación, en el área de Urgencias del Hospital Juan Canalejo -los pasados 28, 29 y 30 de mayo; esta última jornada coincidió con la inauguración de la nueva UPI (unidad de Preingresos)-. Tres días en el lado amargo de la vida: el del sufrimiento. Había, además, saturación; un trasiego incesante de accidentados y enfermos.
Primer día. Huele a enfermo nada más entrar. La sala de Observación, amplia, dividida en estancias abiertas con zonas para hombres y mujeres, está repleta; no hay camas. A los últimos nos acomodan en sillones numerados, me toca el 11. A mi lado, en el sillón número 10, está un joven inquieto; muy nervioso. Tiene los ojos como en sangre. Le repiten que se ponga la camisola de hospital pero pasa de las indicaciones, anda de aquí para allá; come y en un descuido se va; escapa con la manzana de postre en la mano.
Después de una larga espera de más de dos horas un médico joven y atento me lleva al final de la sala hasta una habitación cerrada con dos camas, una está libre; en la otra yace un cadáver. Lo asume con naturalidad. Optamos por otra habitación próxima para la exploración. De vuelta al sillón número 11, dos agentes de policía custodian a un enfermo con esposas. Los demás estamos sujetos cada cual a una bolsa de suero. En ese sillón echo desde el mediodía hasta las 2.30 de la madrugada. A esa hora se dispone de una camilla más al pie de cuatro camas. Lo agradezco. La necesidad obligaría de madrugada a empujar aún mi camilla contra la pared del fondo para hacer sitio a otra con un transeúnte polaco, atado, debido a su estado de ansiedad y excitación. La primera noche entre quejidos y algunos vómitos de enfermos parece no tener fin. Llueve contra la ventana ciega y no sé de dónde caen algunas gotas. Se repiten gritos de dolor toda la madrugada; alguien delira y llama una y otra vez por un tal Sergio; tenemos a Sergio, Sergio, Sergio, fijado en la frente. No se rinde. De madrugada sigue el transitar de camillas con enfermos; realmente, apenas se distinguen la mañana de la tarde y la noche; al final a uno lo vence el cansancio.
Segundo día. Me despiertan los vómitos de un anciano en la cama de al lado. Se quita la camisa del pijama y queda en pañales. Amanezco con un conejo lleno de orina sobre una repisa. Aquí uno se va orientando por los turnos del personal sanitario más que por el reloj. Esos turnos son los que marcan el ritmo y el tiempo. A mi alrededor cambiaron casi todos los enfermos, salvo el mendigo polaco que sigue atado a su camilla. Atravesar este espacio de urgencias para ir al lavabo es ir viendo una sucesión de penurias hasta casi la puerta misma del servicio.
Dignidad
Llega un momento en que dejas de ver, supongo que cuando uno está a punto de sentir que se pierde la dignidad. La dignidad se pierde, tienes al menos esa sensación, cuando dejas la ropa en la inseparable bolsa de plástico. Pero vas a luchar contra esa sensación hasta el último momento, aunque por sujetar en lo alto la bolsa de suero más de una vez los pijamas caigan hasta los pies.
El olor. Esa mezcla a orina y a sudores. A enfermedad. Difícil de olvidar. Las enfermeras son atentas; cercanas. Tienen mucha paciencia, cumple decirlo; deben tenerla. Me sorprende que en el mostrador situado en el centro de la sala el personal sanitario esté preparando una fiesta, por lo que pude oír, y organizando lo que tiene que aportar cada cual en pinchos con total naturalidad. Extraña que en ese ambiente a alguien le apetezca hablar de comida. Será la costumbre, imagino. Algo semejante nos ocurre a los periodistas con los sucesos. El cuerpo acaba por adaptarse y se sobrepone e incluso aquí se acaba sintiendo al final el hambre. Las visitas están restringidas. Aquí vale, sobre todo, la fortaleza de uno mismo. Por la tarde abandono la camilla en la que dejo incrustados parte de los huesos y paso a una cama. Es todo un avance. Al menos psicológico. En la cama de al lado, a mi derecha, está un joven con la cara ensangrentada, profundamente dormido; viene un par de veces el psiquiatra a intentar hablar con él. A la otra cama traen a un anciano en coma. Me impresiona su respiración ruidosa, de máquina, a veces lo convulsiona.
Naturalidad
El polaco atado a la camilla no cesa de gritar. A la última cama, en esta misma fila, llega un accidentado en un siniestro de tráfico. Se precisa ser fuerte. La vida también debe ser esto. Ayuda, fíjense, la naturalidad de las enfermeras ante este panorama. Primero sorprende, después ayuda.
Anochece por la ventana ciega cuando se une otra camilla con un joven negro, que intenta levantarse una y otra vez, y acaba golpeándose la cabeza contra la pared. Jamás creí que sería capaz de dormir en una situación así, pero al final te rindes ante el cansancio. Sucumbes.
Tercer día. Me despiertan las voces del personal sanitario junto al mostrador. Hay bullicio, un movimiento extraño; inquietud. Y ruido. Están llevándose los sillones numerados de la entrada; el sillón número 11 y diecinueve sillones más. Venía la conselleira a inaugurar la nueva UPI y donde estaban los sillones lo ocupan ahora las mesas auxiliares en las que comen los enfermos, debidamente encajadas unas en otras.
Había desplegadas cortinas en la zona habilitada para las mujeres enfermas ante la posibilidad de que la conselleira visitara esta sala de Observación. Y ambientador. No vino. O no la vi. Un joven, hijo del anciano en coma, lo llama inútilmente, pero aun así insiste. El hombre solo se convulsiona. Cuando el joven marcha, el hombre desnudo, que tiene las manos atadas para que no se arranque el pañal, casi se ahoga en su vómito. Su estado arranca un lamento incluso de una joven facultativa que lo atiende. Las auxiliares que lo cambian bromean con una compañera que llega de turno ante la situación que le espera. Aun así el anciano no pierde su dignidad. Mientras luche, aunque sea en pañales, a las puertas de la muerte.
Salir
Otro anciano, malhumorado y mal paciente, se empeña en vestirse y marchar; acaba agrediendo a una enfermera. La agarró por el cuello y vienen a reprenderle los guardias de seguridad. Un tercero invita a La Solana a la auxiliar que le está cambiando el pañal y la sábana. Noto que estoy al límite de mi capacidad; es el tercer día aquí y me parece estar preparado -erróneamente, claro- para ir a una contienda, pero no para seguir en esta sala. Comienza a faltarme la fuerza, sujeto a la bolsa de suero. Al fin escucho mi nombre. Voy a salir de esta sala.
Viene la fuerza; el ansia. Hasta la sonrisa. Miras al anciano en coma, ajeno, forzando el respirar de máquina, y aguantas. Aguantas hasta que al fin hay cama en planta. Sales y parece que te lleven al paraíso.
Allí, en la décima, anoto estas líneas. Es la crónica de una experiencia dura, acaso por primeriza; seguramente la situación haya cambiado ya con la nueva UPI. He de agradecer la atención sanitaria y médica.
Sergio E. Silva
ResponderEliminarEn Limpeza de sngue Ruibal nos comenta la corrupcion en el mundo de la construccion y como no somos concientes de lo que ocurre en nuestros bolsillos asta que esta vacio.
Sólo en el mundo en desarrollo, se gastan unos 250.000 millones de dólares en infraestructura al año. La mayor parte de este dinero proviene de bancos comerciales y bancos multilaterales de desarrollo (BMD) tales como el Banco Mundial, mientras que las agencias de crédito a la exportación (auspiciadas por el gobierno) con inversión privadas (ACE) a menudo financian proyectos a gran escala. El impacto que todos estos grupos podrían tener en la corrupción resulta enorme, y la influencia de los BMD va más allá de las vastas sumas de dinero que realmente invierten (el Banco Mundial planea gastar unos 7.000 millones de dólares en proyectos de infraestructura a lo largo de 2005) dado que actúan como catalizadores de un mayor apoyo financiero proveniente del sector privado, y ayudan a establecer políticas de infraestructura en países en desarrollo. Mientras que los BMD han comenzado la confección de una lista negra de empresas con conductas corruptas probadas, la participación de los BMD, no garantiza que el proyecto se vea libre de corrupción. Las ACE han mostrado menor intención de luchar contra la corrupción, a menudo no logran aplicar medidas anticorrupción diligentes aún en las extrañas instancias en que tales medidas existan.
M.A.G., de 32 años y detenido la madrugada del sábado pasado tras confesar la autoría de los cuatro robos con intimidación y violencia de la pasada semana, está separado y no tiene hijos.
ResponderEliminarEl presunto atracador se disculpaba por sus actos delictivos alegando que lo hacía porque tenía "muchos hijos", según la Policía, con lo que daba a entender que debía mantener a su familia.
Esta Noticia representa a la obra de los personajes de Fernando y Clemente de la obra Limpieza de Sangue ( luis lopez sanchez )