Cuando en 1888 Paul Verlaine tituló Los poetas malditos el libro homenaje que dedicó a seis escritores que admiraba, estaba nombrando por primera vez una categoría de escritor que había surgido un siglo antes pero recién entonces empezaba a ser pensada. Maldito era el escritor que irritaba a los ciudadanos, aquel cuyos textos generaban escándalos y al que el poder perseguía. Era el que se enfrentaba con la moral dominante, de las Luces, humanista y progresista. Una historia de esta categoría podría ir de Sade a Jean Genet, pasando por Baudelaire, Rimbaud, Bataille.
Verlaine encaraba en su libro una descripción biográfica de cada uno de los poetas que había elegido. Así, a partir de ese momento, la categoría de maldito quedará asociada a las figuras biográficas de escritores románticos trágicos. En su libro El alma romántica y el sueño, Albert Beguin será uno de los primeros en trabajar teóricamente sobre la idea del escritor romántico negro, sobre las figuras de Lord Byron y Novalis. Eduard Muschg, en La historia trágica de la literatura, y Hugo Friedrich, en De Baudelaire al surrealismo, continuarán con la indagación iniciada por Beguin. Claro que el romántico y el maldito difieren en un punto esencial: el romántico es un idealista; el maldito, un materialista.
Américo Cristófalo, titular de la cátedra de Literatura del siglo XIX en la UBA, señala que “históricamente el maldito es el que enfrenta la literatura con la moral dominante, del progreso, de la perfectibilidad humana y de la razón ilustrada, el ideal humanista de un mundo en equilibrio. Trabaja sobre la idea de que esa moral hegemónica excluye de la escena las fuerzas oscuras de la naturaleza. En la perspectiva de un materialismo pesimista, repone el pensamiento del mal y entra en contacto con la destrucción como fuerza natural a través de formas y figuras del mundo sagrado, como el sacrificio, la muerte, el fetichismo sexual”. Y agrega: “En términos de poética, el maldito construye una retórica de lenguaje potente, implicada en un vínculo muy fuerte con el cuerpo. Supone una problematización de la relación del sujeto con el mundo, que a su vez implica una lógica de choque, una fricción muy intensa y una política de gasto. Y generalmente surge en contextos políticos intensos y concibe la sexualidad como forma de la violencia social”.
La idea de que la moral ilustrada piensa sin el mal es inconcebible para el pensamiento católico. De ahí que la reposición de la idea del mal vía el malditismo generalmente surja de ámbitos cercanos al catolicismo. En Lenguaje y literatura, Michel Foucault señaló que esta poética de la transgresión parece abrirse con Sade y con su contemporáneo el jesuita Joseph de Maestre. Antes de Sade, la idea de transgresión no existía en la literatura. Pero tampoco existía la literatura tal como se la concibe en la actualidad: los escritores no se sentían parte de ningún sistema. El concepto de literatura que se maneja hoy aparece a fines del siglo XVII. Sade es también, para Foucault, el escritor que cierra la poética transgresiva.
“Todo lo que aparece en la tradición posterior –señala Cristófalo–, incluido Baudelaire, resultan adaptaciones literarias de ese modelo.” Para él, la de maldito es una categoría imprecisa, que viene de la tradición crítica que subraya la relación entre vida y obra en lo psicológico, y entre el mundo y la obra en el plano histórico, y debería volver a interrogarse.
Otra vuelta de tuerca. Tal vez como forma de repensar esa figura de maldito, Christian Ferrer utilizó la de “autoría negra” cuando escribió su libro sobre Raúl Barón Biza. Para Ferrer, a través de la autoría negra la literatura “se purga a sí misma de los genes anormales o irregulares capaces de contagiar el pensamiento partisano, la psicopatía criminal, la defensa de causas condenadas o la locura”.
La autoría negra no depende del tiraje o de la calidad de la obra. Tampoco la intención del autor importa, si es que pretendían la fama o pasar inadvertidos, si vivieron en la fortuna o la miseria, si fueron comprendidos o incomprendido. Pero la descalificación moral es de rigor, señala Ferrer. “La autoría negra queda definida por el silencio que rige sobre su nombre. La obra se vuelve inmencionable. Depuración y olvido, ésas son las maneras de la eugenesia
estética”, agrega. Raúl Barón Biza fue un escritor discontinuo que publicó, entre otros textos, tres novelas: El derecho de matar (1933), Punto final (1943) y Todo estaba sucio (1963). Autoeditadas, vendieron muy bien. Son textos híbridos, filosófico-morales, donde la ficción se mezcla con el panfleto, y el melodrama con el ensayo y el insulto, con una fuerte carga sexual. Barón Biza enfrentó dos juicios del Estado por inmoralidad. Se lo debatió, se lo olvidó. Había nacido en 1899, hijo de millonarios, fue un bon vivant que primero se acercó a Yrigoyen y después a Uriburu, introdujo el cultivo del olivo en la Argentina, y en Alta Gracia le levantó un monumento de ochenta metros de alto a su primera mujer, muerta cuando cayó a tierra el avión que ella misma piloteaba. A su segunda mujer, Clotilde Sabattini, le desfiguró el rostro con ácido cuando estaban discutiendo su separación. Poco después se suicidó. “Las vigas maestras de su cosmos literario son el anticapitalismo y la vida sensualista y sórdida. Su voluntad de transgresión consiste en aumentar maquinalmente el grado de sexo o de blasfemia, a fin de ir más allá, hasta llegar a la mayor abyección posible”, explica Ferrer.
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