Caballeros 1

jueves, 25 de noviembre de 2010

La negra honra

Hemos leido a un escudero dueño de un palomar derruido, muy rentable, de estar en pie, y situado en su lejana tierra.
En la Floresta española (1574), de Melchor de Santa Cruz, leemos: «Preciábase un forastero mucho de hidalgo, y amohinándose un sastre con él, dijo el hidalgo: '¿Vos sabéis qué cosa es hidalgo? Respondió el sastre: 'Ser de cinquenta leguas de aquí'» (V, III, 11). Diego de Hermosilla en el Diálogo de los pajes (1573),escribe: «[más de un converso], en apartándose hasta cincuenta leguas de su naturaleza, se armó luego de esos nombres [de los hidalgos y caballeros más principales que había en los lugares donde tales conversos se bautizaron
El lejano solar de nuestro escudero abre puertas a la sospecha. Muchas eran las ventajas de los hidalgos; exención de cárcel por deudas, de tortura y penas afrentosas; particular protección contra la injuria; jueces y prisiones especiales... «No pechar ni pagar pechos. Las mejorías hidalgas, si se basaban en la fama inmemorial, requerían una confirmación documental. A principios del XVI, pues, los registros parroquiales empiezan a cumplir funciones semejantes a las del moderno registro civil, en tanto a los municipios se confía distinguir hidalgos y pecheros, teniendo al día sendos padrones: en ellos se va a buscar quién debe contribuir al fisco la moneda forera u otras cargas plebeyas, y quién puede exigir los derechos de la nobleza hidalga. Cuando se confeccionan padrones, donde no los hay, o se reparte un pecho entre los vecinos, a los nobles tronados les tiemblan las carnes de miedo: probar su condición ha de costarles dineros que no tienen; si protestan, cualquier alcaldillo de villanos podrá decirles: «De ser hidalgo yo no ge lo ñego; mas es lacerado, y es bien que peche» (M. Alemán, Guzmán de Alfarache, II, II, 2). Las Cortes de Madrid, en noviembre de 1593, denuncian resueltamente el problema: «Habiendo el hidalgo de hacer sus probanzas con un alcalde y un receptor que le llevan mill y cuatrocientos maravedís de salario cada día, sobre lo cual aún se ha de añadir un alguacil que necesariamente ha de llevar el dicho alcalde, viene con esto a causarse a los hidalgos pobres... una total imposibilidad para seguir sus hidalguías... Con esta provisión se ha dado lugar, y aun muy larga licencia, a que el estado de los pecheros, y aun otros de menor calidad, con el odio natural que tienen al de los hijosdalgo, persigan al que vieren que es pobre, repartiéndole como a pechero y quebrantándoles los previlegios de su nobleza, porque como el medio de conseguilla ha de ser conforme a esta cédula tan costosa y ven la imposibilidad que el hidalgo tiene para hacer estos gastos, quedan ellos con más libertad para perseguillos» (Actas de las Cortes de Castilla, XIII [1887], págs. 64-65). Asi pues, si no hay padrones, solo es noble quien vive como noble; y en la nueva coyuntura social ya no viven como nobles quienes ejercitan la actividad de defensores, sino quienes viven en ocio y riqueza y fidelidad al espíritu de clase (vid. J. A. Maravall, op. cit., págs. 28 y sigs.). Quienes, por ejemplo, como los miembros de una familia jerezana, en 1570, podían apoyar su hidalguía en «no salir a los alardes que hacían los caballeros de premia y hombres llanos, juntarse siempre con los demás caballeros y hijosdalgo, y eran de tanto pundonor que no consentían consigo a pecheros, ni éstos se atrevían a juntarse con ellos».
Precisamente en Valladolid, de donde procedía el escudero del Lazarillo, no se llevaban padrones . Se comprende, así, que los antiguos lectores de la novelita pudieran sonreírse oyendo afirmar al vallisoletano «que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al Rey nada»; se comprende, sobre todo, el enojo de nuestro personaje ante el «Manténgaos Dios»: lo único que le distinguía del villano de su lugar que así le saludaba era justamente el no querer recibir tal saludo propio de «hombres de poca arte» (en vez de «Beso las manos de Vuestra Merced», «Bésoos, señor, las manos»); aceptarlo significaba ser digno de él. De semejante situación a la pérdida de rango no había más que un paso; la huida a la floreciente Toledo, en busca de «un buen asiento», evitó darlo.

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